Esta crónica surgió del hartazgo. Tras un año de escuchar su nombre en cada lugar al que fuimos, decidimos ir a buscarlos. Pero ¿dónde? ¿Dónde se encuentra a Los Zetas? Optamos por una pequeña localidad del estado de Tabasco, al inicio de la ruta que dominan. Fuimos a Tenosique y cuando los encontramos nos sorprendimos. Los encontramos en unas niñas que vendían refrescos, en unos policías, en un periodista, en unos delincuentes de las vías. En un pueblo con miedo que descubrimos de la mano de un agente encubierto.



Nosotros somos los Zetas En-el-camino-0591El Rancho La Victoria, donde Los Zetas mantuvieron a más de 50 inmigrantes secuestrados a la vez, y donde se enterraron a algunas de sus víctimas (T. A.)




—Luego de más de una semana en esta zona no me queda otra que decirle que su vida tiene que ser muy complicada. ¡Diablos! Lo pienso y no entiendo cómo sigue vivo.

El agente encubierto sonríe con orgullo mientras me mira fijamente y sostiene un silencio misterioso. Voltea a ver hacia la puerta, a pesar de que sabe que estamos solos en este pequeño café con estructura de pecera, rodeado por cristales desde los que podemos ver hacia afuera y nos podrían ver de no ser por el árbol de mango que nos oculta en la mesita del fondo.


—Con inteligencia –responde al fin–. No me muevo en una camioneta del año, de esas grandes. Nunca porto mi arma a la vista y no aparezco en eventos más de lo necesario.


Un evento aquí no puede ser otra cosa que el asesinato de algún policía de uno de los pueblos de esta franja del sureste mexicano, o la escena del crimen que queda detrás de una balacera entre militares y narcotraficantes, o la intervención armada en un rancho perdido entre el monte donde esos criminales, los que mandan aquí, Los Zetas, tienen a un grupo de centroamericanos encerrados. El celebérrimo “secuestro exprés”.


—Pero a veces parece imposible conseguirlo. Esto es como un… ¡Hay que vivir en puntillas! Nunca se sabe quién es quién. No es posible estar seguro de si el que vende tacos solo vende tacos o si los vende como coartada para vigilar la calle –insisto cuando aún estamos en el preludio de la conversación.


El agente lo sabe. Él vive bajo estas reglas del sigilo. Los ojos escrutan el derredor todo el tiempo, atentos a si ese carro pasó dos veces o si aquel hombre nos mira de reojo. Él lo sabe y por eso solo aceptó que nos juntáramos cuando le di la referencia de un conocido. Todo un trámite que pasó por convencer a un funcionario estatal para que llamara a otro en Tabasco que es uno de los pocos hombres de confianza del agente. Y aún así, este hombre no empezó a hablar hasta revisar de arriba a abajo mis documentos de periodista. Veía la foto y luego a mí, la foto y a mí. El sigilo y al anonimato, esas son las normas de oro que se ha autoimpuesto. No ser nadie, parecerse a otro cualquiera del rebaño que vive atemorizado, bajar la mirada y no levantarla del pavimento ardiente de los pueblos que rodean Villahermosa, la capital de Tabasco, el estado fronterizo con la zona norte de Guatemala. El trato bajo el que aceptó recibirme pasa por no revelar el sitio exacto ni la corporación a la que el agente pertenece.


Él vuelve a sonreír. Le causa gracia ver en mi rostro el reconocimiento de que él trabaja en un terreno donde su enemigo manda y vigila. Todo el tiempo. Con decenas de ojos a su servicio.


—Por eso es necesario moverse despacio, entrar lentamente, no de golpe, y tener mucho cuidado a la hora de preguntar. Mucho cuidado. –responde, termina su café de un trago y pasa a lo concreto– Y al final, ¿fueron ayer al rancho que les dije? ¿Pudo tomar fotos el fotógrafo?


—Sí, sí fuimos. Tomó las que pudo. El escenario era escalofriante.


El rancho cementerio



La lluvia fue la que hizo que el rancho La Victoria terminara de parecer un montaje. Aquello era como si un delincuente se disfrazara con un parche en el ojo, un enorme gabán negro y una pistola a la vista. El rancho era toda la escenografía del secuestro que podemos esperar que salga de nuestro imaginario.


Cuando llegamos, tres policías judiciales custodiaban a los dos agentes del Ministerio Público (MP) que colgaban el letrero de Clausurado. Más allá de la portezuela de entrada, a unos tres metros de las vías del ferrocarril, estaba la casa central del rancho. Una típica vivienda sureña estadounidense, hecha de delgados tablones de madera, con dos cuartos centrales rodeados por completo por un pasillo donde en otro contexto suelen ubicarse las mecedoras para pasar las tardes. Todo pintado con un verde esmeralda descascarado por el tiempo.


Nosotros somos los Zetas MG_9165El cráneo de vaca que decora el Rancho Victoria (T. A.)




Esa era la armazón. Lo tétrico era el decorado. En el dintel principal del porche colgaba un cráneo de vaca. Al lado de la nave central, unas 100 latas de cerveza estrujadas, del mismo modo que en la parte trasera varias latas de sardinas, frijoles y atún tapizaban el suelo. Y en el cuarto más amplio, el de la izquierda si se miraba la casa de frente, luego de acostumbrar la pupila a la oscuridad, se podía ver un piso con manchas desparramadas y aserrín. La habitación expelía un fuerte y fétido olor a humedad, y había regados desperdicios difícilmente identificables. Jirones de ropa, pedazos de lata, algo que parecían trozos de madera. Más difícil aún era identificarlos desde afuera, porque uno de los agentes del MP nos impidió el ingreso. Apenas aceptó que el fotógrafo Toni Arnau tomara un par de imágenes desde la puerta, luego de insistirle unos minutos.

Ahí, en esa locación de película de terror, es donde el día jueves 3 de julio liberaron a 52 indocumentados centroamericanos que llevaban una semana apiñados en la habitación por un comando –Estaca, como le llaman en su jerga– de Los Zetas, que regenta este pequeño pueblito llamado Gregorio Méndez.


Dos migrantes que viajaban sobre el tren en el inicio de su viaje por México lograron escapar cuando, justo enfrente del rancho, el maquinista Marcos Estrada Tejero detuvo la locomotora sin razón alguna, y 15 hombres que cargaban armas largas arrearon a los demás hacia el rancho La Victoria, en medio de esta nada rodeada por veredas y monte. Los dos que escaparon encontraron más adelante, días después, a un comando militar que realizaba un patrullaje poco rutinario. Les contaron lo sucedido, y los 12 soldados dieron parte para que se armara un operativo con otros 12 policías estatales de Tabasco y 30 de Chiapas. El maquinista está preso. Lo detuvieron cerca de Veracruz cuando manejaba un tren donde más de 50 indocumentados iban encerrados en los vagones obligados por supuestos zetas. A Tejero lo acusan de trabajar para Los Zetas que fueron atrapados en La Victoria, encabezados por el hondureño Frank Hándal Polanco, que salía en un taxi a la hora de la intervención. Ocho zetas fueron detenidos, y otros siete escaparon hacia el monte con sus fusiles AR-15. En el rancho se decomisaron pistolas 9 milímetros y fusiles M-16.


—Lo peor es cómo los tenían –cuenta en voz baja uno de los agentes del MP–. Estaban en shock. Y todos presentaban golpes en la espalda baja. Una franja morada. Luego nos enteramos de lo que pasó.


Ya en el rancho, los migrantes sabían que se habían encontrado con el lobo del cuento. Estaban en manos de los famosos zetas. Lo sabían porque el protocolo de presentación había sido gritado desde la toma de rehenes. “¡Somos Los Zetas, al que se mueva lo matamos!”. En estos pueblitos no hacen falta tarjetas ni credenciales oficiales. Si alguien dice que es zeta, es zeta. Si alguien lo dice y no lo es, suele terminar en un cementerio.


Adentro de La Victoria, los criminales organizaron su show de presentación. En grupos de cinco arrodillaron a los indocumentados, contra la pared del porche, y les empezaron a partir la espalda baja a tablazos, un método de tortura militar identificado en México. Esta es una de las marcas de Los Zetas. Por eso no extraña que el verbo tablear sea conocido en el mundo de los zetas. El mismo mundo de los migrantes.


Entre ellos las reglas son inviolables, y las consecuencias, fatales. Una de esas noches, la segunda de cautiverio, dos migrantes escaparon del rancho aprovechando el inusual descuido del guarda de la puerta. Se internaron en el monte. Un monte que ellos conocían poco, y sus captores, como la palma de su mano. Un comando fue a buscarlos. A los pocos minutos, volvieron con uno de ellos. Lo hincaron frente a la puerta del cuarto, y Frank Hándal dijo en voz alta.
—¡Miren lo que les va a pasar si andan con pendejadas!


Un disparo en la nuca terminó con la vida del hondureño Melesit Jiménez. El otro migrante aún corría cuando sus dos perseguidores le atinaron un disparo en la nuca y otro a la altura del abdomen. Poco después de que el cuerpo de Melesit se desplomara frente a los 52 indocumentados, se escucharon de lejos las dos detonaciones.


Los siguientes días, ya con un grupo manso, los zetas se dedicaron a violar a las dos mujeres hondureñas del grupo y a divertirse tableando de vez en cuando a alguno de los hombres, mientras esperaban que los depósitos de entre 1,500 y 5,000 dólares llegaran a una sucursal de transferencias rápidas como rescates enviados por los familiares.



Un secuestro masivo más. Ocurrido apenas unos días después de la presentación del informe especial sobre secuestro de migrantes que hizo la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México. Un barullo de periodistas que se codeaban por un espacio para meter la cámara de videos o fotos se apiñó en la sala donde se dijo, con la voz ronca del ombudsman mexicano, que con su escaso personal habían documentado en seis meses casi 10,000 casos de secuestro de viva voz de indocumentados que señalaban “a Los Zetas en contubernio muchas de las veces con policías”. Decenas de titulares aparecieron al día siguiente en portadas de diferentes medios. Luego, todo volvió a la normalidad, al silencio.


Nosotros somos los Zetas En-el-camino-076Ropa hecha jirones por el paso del tren en Ixtepec, Oaxaca (T. A.)






RLos secuestros en este mundo de peregrinos sin papeles son ya tan comunes como los asaltos en La Arrocera o las mutilaciones provocadas por las altas velocidades de los trenes que parten del centro de la República y sacuden a los polizones que viajan prendidos de ellos. Es tan común que ya no venimos a buscar esto a Tabasco. Después de meses de ver cómo Los Zetas se desperdigan por todo el país, de quedar cada vez más claro que se constituyen como un cártel independiente, de escuchar su nombre y oler su miedo en los pueblos del sur, del centro y del norte del país por donde circulan los migrantes, venimos a entender quiénes son, cómo funcionan y, sobre todo, cómo consiguen su principal activo para poder operar a sus anchas: el temor. Generar temblores en policías, taxistas, abogados, migrantes. Hacer marca de su consigna –Nosotros somos Los Zetas– y poner al interlocutor a bailar su baile con solo esas cuatro palabras.

Eso se respira aquí, en Tabasco, una de sus principales plazas y donde inicia su control sobre coyotes y migrantes. Eso se percibe con ese sexto sentido tan real, tan en la piel, con el que uno sabe cuando está por ser asaltado en alguna esquina oscura. Se percibe, como nos ocurrió al entrar a Gregorio Méndez, en la cara de terror que puso el taxista cuando le pedimos ir hasta el rancho La Victoria, y él respondió: “No, no puedo ir ahí, no nos dejan, ahí no puedo ir”, y tomó su taxi y se largó. Se palpa en la mirada de los hombres de la camioneta negra que rondaban en la esquina mientras esperábamos que un camión nos internara en los montes de rancherías, y en la pregunta temblorosa del motorista de ese camión, cuando antes de aceptar llevarnos dijo en voz baja: “Pero ustedes… No serán… Es que no quiero problemas con nadie”.


Antes de abandonar el rancho, se notaba también el nerviosismo de los tres policías judiciales. Mientras los del MP aún colgaban el cartel de Propiedad incautada, uno de ellos dijo entre suspiros, mientras sostenía su AR-15 con firmeza y perdía su mirada en los montes de atrás.


—No podemos enseñarles las tumbas, porque ellos andan por allá, en el monte, vigilándonos.
Como siempre, vigilan. Ya me lo había advertido el agente encubierto: “Seguro que andarán por la montaña, porque deben de tener más armas enterradas en el rancho”.


Y es que ahí cerca, entre la maleza, es donde dos hondureños encadenados, para que no escaparan de la Migración, desenterraron a los dos asesinados en el rancho. A Melesit, ya con gusanos en la herida de la nuca, lo sacaron esa misma noche, cuando un hondureño dijo que sabía dónde estaba ese cuerpo, una ametralladora Uzi y dos cargadores también bajo tierra. El otro cadáver se recuperó cinco días después, cuando los dos hondureños encadenados que desenterraron a Melesit fueron desenmascarados en la estación migratoria de Tapachula, adonde habían trasladado a los centroamericanos para su deportación.


Se escuchó un barullo en la celda de hombres y, cuando los agentes de Migración se acercaron a revisar, se encontraron un linchamiento en proceso. Eran los 50 indocumentados hombres que intentaban matar a los dos hondureños, zetas los dos.


—¡Ellos son zetas, ellos traían armas y nos tableaban en el rancho, ellos son del grupo! –gritaba la turba a los agentes.
Entonces los sacaron, aceptaron ser zetas y los devolvieron Tabasco, a declarar, a ubicar al segundo muerto, al que ellos mismos habían matado y enterrado.


Los Zetas son como un cáncer que hace metástasis con rapidez y en todo lo que los rodea. Migrantes reclutados como zetas, militares reclutados por la banda, y policías, y taxistas, alcaldes, comerciantes…

Cuestionario al enemigo



—Pero entonces, ¿todo lo del rancho La Victoria fue una casualidad? Es decir, no fue un operativo exitoso, sino dos migrantes que por cuestiones del azar encontraron a un pelotón y contaron que tras ellos quedaban 52 más –cuestiono al agente, que vuelve a sonreír, esta vez con una mueca cómplice, que deja muy clara su respuesta. Una sonrisa de obviedad.


—¿Por qué crees que me muevo como me muevo, despacio, paso a paso? Porque aquí Los Zetas se enteran de muchos de los operativos antes que las mismas jefaturas militares. Tienen orejas en todas partes. Y cuando hay golpes como este es por una de dos razones: o porque todo ocurrió así, rápido, sin planificación, por un pitazo sorpresivo que en este caso dieron los migrantes, o porque se elabora un operativo silencioso, sin andar contándole a todas las corporaciones, paso a paso.


Todo fue una casualidad, cuestión de tiempo, de voluntades, de humores. Si aquellos dos que huyeron hubieran temido ser detenidos por los soldados. Si en lugar de detenerse y denunciar hubieran corrido por el monte. Si minutos antes se hubieran parado a descansar ocultos a la vera de un árbol, al margen de la vereda, y el pequeño pelotón hubiera pasado de largo, nadie habría sabido siquiera de la existencia de un rancho llamado La Victoria en las afueras del pueblito Gregorio Méndez.


—Ya te dije, tienen muchas orejas repartidas –continúa el agente quien, como buen infiltrado, siempre sabe sorprender–. Dime, ¿había en el rancho policías judiciales?
—Sí, tres.


—Pues bueno, a uno lo están investigando porque trabaja para Los Zetas.


Durante más de media hora estuvimos haciendo preguntas y comentarios a un policía que quizá esté con Los Zetas. Esto es lo que les permite actuar como les da la gana. Así es como logran ser avisados de casi todos los operativos en su contra. De esta manera consiguen enterarse de a qué hora, qué día, dónde y quiénes.


Por eso es difícil actuar en su territorio. Por eso Toni Arnau solo consiguió sacar su cámara por breves minutos en todo el viaje. Por eso el agente se mueve con cautela. Porque Los Zetas todo lo ven.


Ya es bastante incómodo andar por estos lugares. Ya es bastante atemorizante pasearse por una de las calles de Tenosique, el pueblo donde inicia esta ruta. Ahí, una de estas tardes, un funcionario nos trasladó en su vehículo. Mientras transitábamos por la avenida principal que parte ese municipio de 55,000 habitantes, nuestro piloto señalaba a ambos lados de la arteria cada vez que nos cruzábamos con un negocio grande de muebles, medicamentos o lo que fuera.


—Al hijo del dueño de ese local lo secuestraron el mes pasado. Al dueño de ese negocio lo secuestraron y lo mataron hace cuatro meses. En esa calle secuestraron al ex presidente municipal, Carlos Paz, en mayo, y parece que la esposa del dueño de aquella farmacia también está secuestrada por Los Zetas.


Aquello es una vitrina de secuestros, un paseo turístico por un pueblo tomado por los narcos, donde las referencias abundan, pero en lugar de ser la esquina donde se tomaba café tal célebre personaje local, apuntan al negocio donde ocurrió el último secuestro o la cuadra donde sucedió la última ejecución.


Los Zetas, cuando dominan, dominan todo. Hacen monopolio del crimen: secuestros, extorsiones, sicariato, narcotráfico, venta al menudeo, piratería, rentas para los coyotes que circulan por su zona, todo les corresponde. Todos son giros de su negocio, y quien quiera dedicarse a alguno de ellos debe ser miembro de la banda o un empleado de ellos.


—Lo controlan todo y a todas las instituciones. Fíjate que en Tenosique muchos de los secuestros ocurren en las vías, justo enfrente de la estación migratoria. Los agentes saben que si mueven un dedo mañana amanecerá uno de ellos muertos. Mejor callan y reciben lo que les pagan –explica el agente.


—Habrán tardado mucho en crear esa red –suelto un pensamiento en voz alta.


—No creas –responde–. Ellos vinieron y pegaron fuerte. Lo que hicieron es cooptar a todas las pequeñas organizaciones criminales que ya existían. Si aquí apenas se empezó a escuchar de la banda en julio de 2006, cuando detienen a Mateo Díaz, alias el Comandante Mateo o el Zeta 10.


Antes de eso en Tabasco sonaba con fuerza el Cártel del Golfo, pero pocos conocían a su entonces brazo armado. Mateo fue arrestado en su pequeño municipio natal, Cunduacán, en Tabasco, por hacer escándalo borracho en el bar La Palotada. Lo atraparon junto a su cómplice guatemalteco, Darwin Bermúdez Zamora. La policía municipal no sabía a quién tenía entre manos y, minutos después de haberlo detenido, ya veían cómo un comando armado de 15 hombres atacaba con bazucas, granadas de fragmentación y AR-15 la comandancia. Mataron a dos policías en la refriega, hirieron a otros siete, destruyeron patrullas e instalaciones. Entonces se enteraron de que en sus celdas, junto a otros traviesos nocturnos, tenían nada menos que al Zeta 10, uno de los fundadores del grupo, que en 1998 desertó del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales del Ejército, los temidos GAFES, la élite de esa institución. Tenían en custodia al Comandante Mateo, de los delincuentes más buscados del país, encargado de dominar las plazas de Tabasco, Chiapas y Veracruz, tres importantes estados para la entrada de la cocaína colombiana y del armamento comprado en Guatemala que luego utilizan el Cártel del Golfo y Los Zetas. Habían atrapado a uno de los fundadores de un grupo que ahora tiene a sus dos cabecillas en la lista de los más buscados por las autoridades estadounidenses. Cinco millones de dólares por la cabeza del Z-3, Heriberto Lazcano, y otros cinco por la de Miguel Ángel Treviño Morales, el Z-40.


Nosotros somos los Zetas MG_9112-300x199Detenido en la frontera de El Ceibo, el paso entre Guatemala y México. El Ceibo es uno de los pasos por donde los zetas introducen cargamentos de munición a México.



Mateo había llegado a poner orden en esta, la llamada región de los ríos. Él y sus secuaces empezaron a recitar las reglas a las pequeñas bandas locales: o se alían o se apartan. Ellos cooptaron a la pandilla de unos 30 muchachos de entre 12 y 35 años que se dedicaban a cobrar 100 pesos a cada migrante que quisieran abordar el tren en Tenosique. Los Zetas les ofrecieron un trato: a partir de ahora, trabajan para nosotros. A partir de ahora, no tendrán problemas con las autoridades municipales ni de Migración. A partir de ahora se acabó eso de sacar solo unos cuantos pesos. Vamos a dominar la ruta, cobrar a los coyotes que pasen por aquí, castigar a los que no paguen y secuestrar a los que no viajen con nuestros protegidos.


—Estas bandas que ya existían –me dice el agente– se encargan de muchos negocios que dan dinero a Los Zetas en esta región. Si incluso hemos detectado que se encargan de manejar el negocio de la producción de CD piratas. Y lo manejan a su modo. Cuando llegaron, levantaron a traficantes de madera y vendedores de droga al menudeo, y les dieron una calentada. Ellos primero demuestran su forma de actuar, luego negocian.


—A ver, ¿pero estas bandas son zetas o no? He escuchado que les llaman zetitas.
El agente ríe antes de contestar.


—Me gusta ese nombre: zetitas. Es más o menos lo que son. Ellos no son Zetas en el sentido de que no participan de la estructura de la banda, no manejan cargamentos de droga ni tienen una responsabilidad dentro del cártel. Pero en la práctica sí lo son. Ellos tienen permiso de identificarse como zetas, y tienen la protección de los pesados. O sea que, para cuestiones prácticas funciona igual: si un agente de Migración denuncia a uno de los zetitas de las vías, se estará metiendo con un negocio protegido por los grandes zetas, y estos se van a vengar. Pero los que andan en las vías son solo los que recogen a los migrantes, jefes de esas bandas de chavos que existían antes. Ellos convencen con mentiras a los migrantes de que se vayan a sus casas, que los llevarán a la frontera con Estados Unidos, pero luego los entregan a otros que ya son sicarios del cártel, como los que estaban en el rancho La Victoria.


Los zetitas



Un día, bajo un permanente sol que calcina la piel, decidimos ir a Macuspana, un pequeño municipio rural ubicado a unos 250 kilómetros al norte de Tenosique. Por ahí pasa el tren. Por ahí pasan los que abordaron la Bestia en las vías de Tenosique. Y ahí, como en El Águila, El Barí, El 20, Villa, El Faisán, Gregorio Méndez y Emiliano Zapata, hay bandas de zetitas.


En Macuspana no hay albergue. Lo que hay es una iglesia con un traspatio donde los migrantes tienen techo y comida hasta que reemprendan su camino. De la iglesia salió un hombre delgado y de rostro anguloso. Es el administrador de la parroquia. Con parsimonia, arregló dos bancas alrededor de una mesa, y empezamos una conversación que poco tardó en terminar.


Cuando le explicamos que buscábamos información sobre las bandas de secuestros, el hombre enmudeció, sus ojos se volvieron esquivos, y el color moreno de su rostro palideció. “No sé nada de eso, yo solo doy de comer a los migrantes, no sé nada.” Esa, como era obvio, sería su respuesta final.


Decidimos salir de la parroquia y tumbarnos en el traspatio con ocho hondureños y un guatemalteco que dormitaban ahí. El proceso siempre es igual. Ellos tantean a quien pregunta. El truco para ganarse la confianza consiste en hablarle del camino, demostrarle que uno también lo conoce, que conoce sus códigos, sus peligros, su tren, sus rutas. Así se logra que en unos minutos la respuesta inicial –“Tranquilo, compa, todo tranquilo, gracias a Dios–, siempre falsa, cambie, y empiecen a contar lo que en realidad han vivido.


Pasado el protocolo me enteré de que tres de los ahí presentes se libraron de un secuestro en El Barí. El guatemalteco de El Petén que los lideraba, por ser su segundo intento, tuvo la perspicacia de detectar que cuando se les acercó un hombre dentro de una camioneta, con una pistola en la solapa y diciendo al celular “Tengo a un grupito”, era un buen momento para echar a correr.


Pero me concentré en el hondureño gordo del rosario negro, que hacía los comentarios más osados. Si yo decía: “En esas vías te llegan con mentiras para hacerte caer”. Él complementaba: “Y te sacan el número de teléfono, que es lo que les importa”. Si yo agregaba: “Y te lo sacan como si de verdad fueran coyotes que te van a llevar”. Él continuaba: “Pero al final pura mentira, más adelante te enterás de que vas secuestrado para Coatzacoalcos”. Al final, la charla grupal se convirtió en charla de dos.


Este hondureño era un tipo de talante duro. Se le notaba la calle en sus palabras y en sus maneras. Aseguró que en su viaje anterior, y gracias a que vieron en él a un tipo temerario, le dieron posada en la casa de El Cocho, el líder de la banda de zetitas de El Barí. Intentaban hacerlo ingresar al grupo, pero él se negó. “Y como sabían que yo no tenía a nadie que pagara por mí, no me secuestraron, sino que ahí me daban posada”, dijo. Nunca le creí del todo la historia, no sé si era verdad o si él era un infiltrado de los que Los Zetas meten en el tren para seleccionar víctimas. Pero lo cierto es que gran parte de lo que contó me lo confirmó luego el agente.


El hondureño aseguró que El Cocho es un compatriota suyo como de 30 años. Dijo que ese líder trabaja con otros nueve hondureños que, como él, nunca se alejan de sus 9 milímetros, “ni para dormir”. Que la banda de El Cocho sigue activa, pero que de momento se han refugiado en el monte “debido a un operativo que hubo”. Dijo que eso le contaron cuando pasó por ahí, antes de llegar a Macuspana. Todo coincide. Hace dos meses hubo un operativo en el que 24 migrantes fueron liberados por los militares en ese poblado. Cuando los militares llegaron, ya estaban ahí los policías municipales de El Barí. Todos los zetitas habían huido.


—Es que están compinchados, si cuando yo estaba ahí llegaban los policías a comer con El Cocho, y él les daba un sobre con dinero –recordó el hondureño gordo tumbado en el piso del traspatio.


Luego describió a la banda del hotel California. Esta es una de las más descaradas expresiones de impunidad que he visto en estos años cubriendo migración. El Hotel California es reconocido en Tenosique como propiedad de Los Zetas por absolutamente todas las autoridades que, a pesar de no dar su nombre, aceptaron hablar. Saben que ahí guardan armas, droga y a grupos de migrantes secuestrados antes de trasladarlos. Ese hotel está justo a la par de la garita de Migración, y ambos locales están justo frente a las vías donde han ocurrido decenas de secuestros masivos.


Ahí, dijo el hondureño en Macuspana, trabajan unas diez personas al servicio de El Señor de los Trenes. Este, otro hondureño de unos 40 años, es un ex pollero que allá por 2007, cuando llevaba a un grupo de centroamericanos, fue atrapado por Los Zetas en su cruzada por evitar que un coyote que no les pague pasara por su zona. Él dijo que no conocía las reglas, que quería compensar su error, y durante más de un año estuvo vendiendo tamales y grapas de cocaína en una esquina de Coatzacoalcos. Luego de pagar piso y de que El Gordo, ex jefe de la banda de zetitas de Tenosique, fuera detenido, le fue entregada esa plaza de secuestros y ese grupo de zetitas. Ahora, cuando El Señor de los Trenes se rapa la cabeza, se le puede ver una Z tatuada.


—Si a mí me pagara la policía por enseñarles dónde vive El Cocho, dónde vive El Señor de los Trenes y encontrarles a unos tres líderes más de esas bandas, yo en un día se los entrego –fue la manera como se despidió el hondureño en Macuspana antes de que nos largáramos.


Unos comprados, otros asustados



—Eso del Hotel California es conocido pero nadie interviene. Tienen a medio mundo comprado, y no solo autoridades. Fíjate en las muchachas que en cada una de las dos entradas del pueblo están todo el día y la noche vendiendo refrescos. ¿Crees que a eso se dedican?


El agente hace una pausa, vuelve a sonreír misterioso, sostiene la mirada y se contesta a sí mismo.


—Nooo. Ellas se encargan de vigilar si entran convoys militares, si entra algún vehículo sospechoso, si entran al pueblo más carros de los que normalmente vienen. Claro, tú solo ves a unas muchachas jovencitas vendiendo refrescos.
Contratan a muchachas de pueblo, a centroamericanos migrantes, a autoridades y comerciantes. Un pueblo se domina teniendo de tu parte a medio pueblo y poniendo a temblar a la otra mitad. A los que se oponen, como Fray Jesús, un cura joven y aguerrido de la iglesia de Tenosique que ha denunciado en sus prédicas y ante algún medio de comunicación el dominio de Los Zetas, los amenazan. Este fraile ha recibido tres avisos: dos amenazas por escrito, una puesta en el parabrisas de su carro y otra lanzada por debajo del portón de la parroquia, y una amenaza más enviada por terceros: “Dígale a ese padrecito que si se sigue metiendo en lo que no le importa le va a ir mal”.


Por eso, en estos pueblos vives entre dos fantasmas, y juzgas a todas las personas de ese modo: los que temen y los que amenazan. La señora de la farmacia que, al ver pasar a un desconocido, baja la cabeza es de las que teme. Los hombres del automóvil amarillo que han pasado tres veces frente a nosotros en menos de cinco minutos son de los que amenazan.


—Es que hablamos de gente con dinero. Los Zetas están cobrando entre 50,000 y 200,000 pesos (entre 5,000 y 20,000 dólares) mensuales a cada banda de zetitas en esta zona, y aún así a las bandas les queda dinero para ellos y para sobornar autoridades. Y ten en cuenta que este es su negocio para el sencillito. Ellos sacan dinero del tráfico de drogas, balas y granadas. Los migrantes son su tercer negocio –continúa el agente encubierto.


Piensa un rato mientras en la mesa hay un silencio. Matiza.


—Sí, es su tercer negocio, pero ellos no tienen negocios pequeños, solo negocios de mucho dinero y que implican poner a funcionar toda su maquinaria de corrupción. Somos conservadores al calcular que el 40% de todas las corporaciones policíacas que actúan en el Estado están cooptadas por Los Zetas.


El policía y el periodista



Las dos reuniones empezaron con los protocolos del miedo a los que obliga la región.


Al periodista llegamos con facilidad, a través de colegas suyos. Le llamamos una tarde y convenimos que ya que él sabía por nuestro contacto de lo que queríamos hablar, lo mejor era que lo hiciéramos en persona. Nos movimos de Villahermosa hacia uno de los pueblitos. Bajamos del autobús y nos sentamos en el pequeño restaurante que nos había indicado. A la media hora entró un acalorado hombre que se sacudía el sudor con un montón de papeles bajo el brazo.

Era él, el periodista de la zona que lleva más de diez años cubriendo los avatares de esta región de balazos, narcos, autoridades corruptas y militares. Una zona que, por tramos de carretera, cuando los convoyes verde olivo se pasean, evoca a las imágenes del Irak que tenemos en la mente.


El periodista escribía una nota en su computadora portátil mientras hablaba y sacudía la cabeza de lado a lado, atento a los movimientos de un viejo zarrapastroso que estaba en la mesa de al lado. Entre vendedoras de jugos que trabajan como halcones y autoridades corruptas, cualquiera puede ser un oreja, un vigía, un zeta.


Hablamos un poco en el restaurante, pero era obvio que lo mejor era irnos a otro sitio, donde no tuviéramos que susurrar cada vez que pronunciábamos la palabra zetas. Nos trasladamos a un pequeño local repleto de cacharros electrónicos por todos lados. Ahí, el nervioso hombre no paró de hablar. Encendió su computadora y empezó a mostrar algunas de sus fotos.


Ranchos de secuestros, zetas presentados por la autoridad, policías corruptos atrapados mientras culminaban algún negocio para la banda y cadáveres, varios cadáveres.


Pero nosotros queríamos que el periodista nos hablara de por qué nadie cuenta lo que todos saben, lo que se puede averiguar en un par de semanas. ¿Por qué nadie habla de las autoridades corruptas de los pueblos si todos saben quiénes son? ¿Por qué solo lo hacen cuando la policía detiene a alguno de ellos y lo presenta ante los medios? ¿Por qué nadie cuenta sus dinámicas, su red, su forma de operar sino solo hechos puntuales, con poco contexto, con poca raíz?


Nosotros somos los Zetas NewBW261Fosa común en el cementerio de Arriaga, Chiapas. Muchos migrantes son enterrados en estas fosas ya que se deshacen de toda documentación cuando cruzan a México.



Su respuesta llegó en dos argumentos, a cada cuál más contundente.


—Porque yo vivo aquí, y aquí vive mi familia. Y, como tú dices, si ellos tienen a medio pueblo comprado, también saben dónde vives, cómo te llamas, cuántos años tienen tus hijos y dónde estudian. Y además porque si, como yo, eliges arriesgarte y publicas algo, te pasa lo que a mí me pasó. Llega una camioneta negra a tu casa con dos hombres armados. Tocan la puerta, preguntan por ti y te dicen: A ver, venimos a ver cómo la vas a querer: ¿Por las buenas? Pues deja de escribir pendejadas. ¿Por las malas? Te matamos a ti y a toda tu familia.


Y asunto zanjado. Una lápida sobre las letras de los periodistas, aunque no necesariamente sobre sus medios, que tienen sus oficinas en la capital o en una ciudad grande. Un mutis a los que viven en estos pueblos, a los que intentan contar las grandes historias de sus pequeñas localidades, que viajan sin guardaespaldas, que ganan sueldos de miseria y que escriben desde sus casas, donde viven sus hijos.


Porque cuando estos delincuentes lanzan su consigna, cuando dicen Nosotros somos Los Zetas, o te doblas o te doblan. Lo sabe el periodista, y lo saben los secuestrados, y lo supo también Mario Rodríguez Alonso, el director de Tránsito de Emiliano Zapata, un pueblo cercano, que hizo caso omiso a la consigna y arrestó a un conductor ebrio que gritó que era zeta, que no se metiera con él. Un día después, en julio del año pasado, por la mañana, a la luz del día, un comando armado lo sacó de la estación policíaca y lo devolvió al siguiente día, ya muerto, con rastros de tortura, su rostro cubierto por una bolsa negra, las manos esposadas por la espalda y varios impactos de bala en el cuerpo.


Cuando días después buscamos a un policía municipal para preguntarle cómo se siente que te pasen encima los que deberían temerte, el procedimiento fue más complejo. Lo contactamos a través de un pariente suyo que conocimos gracias a una fuente gubernamental. Nunca hablamos con él antes del encuentro. Solo recibimos instrucciones de su pariente: a las 2 de la tarde, en el pequeño comedor de la esquina, cerca del río.


Llegó puntual. El policía, en su día libre, vigilaba el comedor desde una esquina. Cuando llegamos, se acercó y nos invitó a caminar por el callejón hasta llegar a la sombra de un árbol en la ribera del río. La conversación inició ya sin temores.
—Dicen que a veces los llaman a la comandancia y les ponen narcocorridos a todo volumen.


—Sí, a veces hacen eso los cabrones, y a varios comandantes de la municipal les llaman a su casa de repente, sin que hayan hecho nada, para amenazarlos, que si se meten con ellos ya saben dónde viven y que les van a matar a la familia –respondió.


—¿Y eso pasa seguido?


—Mira, siempre hay algún evento. Hace cinco días apareció el último ejecutado en Tenosique, en la colonia Municipal, era un vendedor de ganado. Hace tres meses mataron a un comandante de la policía, que pensó que era juego y empezó a molestar mucho a Los Zetas, a hacer operativos por el Hotel California.


Hablaba de Tirson Castellanos, el comandante de la policía de Tenosique que en su día libre se dedicaba a compra-venta de vehículos hasta que fue interceptado por una camioneta con sicarios cuando se dirigía a su casa. Tirson corrió y se refugió en el baño de un taller mecánico, hasta donde los pistoleros llegaron para descargar sus 9 milímetros. El cuerpo de Tirson recibió 14 impactos.


—Y usted, ¿qué hace para seguir vivo? –pregunté al municipal.


—Me desentiendo, me dedico a otras cosas, a rateros y borrachos. Ya me ha tocado que andando en los ejidos se nos atraviesen dos camionetas. Se bajan y se identifican: “Nosotros somos Los Zetas”, y te presumen sus armas y lo que ganan y te dicen que trabajes para ellos. Yo les digo que no, y se ponen violentos, pero les digo que tampoco me meto en su camino, y te dicen: “Mas te vale, hijo de la chingada”. O cuando hacíamos un retén de tránsito, y pasan tres camionetas con hombres vestidos de la AFI (Agencia Federal de Investigaciones), y les preguntábamos si iba a haber operativo, y nos contestaron: “No somos ley, nosotros somos Los Zetas”. El comandante que estaba en el retén fue inteligente y les contestó: “Pasen adelante, yo no quiero nada con ustedes. Trabajen, que yo no los veo”. Nunca había visto tantas armas juntas como las que llevaban en esos carros.


—Supongo que algunos en tu corporación sí trabajan para ellos.


—Mira, yo sé que algunos lo hacen, pero intento no enterarme, no averiguar y no confiar en nadie.


—No hay solidaridad entre corporaciones.


—Olvídate. Todas tienen a gente comprada. Si tú detienes a un zeta, ellos mismos te delatan, dan tu nombre a los que quedan fuera, y tu familia corre riesgo. Todos andan tras algo. Mira nada más lo de El Ceibo, se reportaron dos escuadras cuando lo que agarraron fueron cinco y un cuerno de chivo.


Se refería a lo ocurrido hace unos días, cuando cerca de El Ceibo, en la frontera con Guatemala, un pequeño poblado que funciona como mercado negro de armas y balas, los policías mexicanos detuvieron de su lado de la línea a un joven que llevaba escondidas en su carro cinco 9 milímetros y un AK-47. Nosotros estábamos ahí, esperando que el Ejército de Guatemala realizara el anunciado operativo contra ese mercado que provee de balas y granadas a Los Zetas. El operativo fue un fracaso. Para cuando ocurrió ya todos en El Ceibo estaban alertas. Por su parte, los policías mexicanos solo reportaron haber encontrado dos pistolas. El resto de armas quién sabe dónde fueron a parar.


No se sabe en quién confiar. El poder de infiltración de Los Zetas no deja libre a ninguna corporación. Ni siquiera al Ejército, al que muchos señalan como la única autoridad que combate al narco. Nada más el 1 de julio de este año, la inteligencia mexicana detuvo a 16 militares de las bases de Villahermosa y Tenosique acusados de trabajar con Los Zetas, de avisarles de operativos y de maquinar un complot para asesinar al comandante Gilberto Toledano, que ha coordinado varios operativos, como el realizado contra el rancho La Victoria.




Nosotros somos los Zetas En-el-camino-081
Sin luz al final del túnel


El sol ya se oculta, pero el calor aún es sofocante en este café con estructura de pecera cuando la conversación con el agente encubierto termina.
—Es complicado todo esto –dice a manera de resumen–. Es complicado porque primero hay que eliminarles todas sus infiltraciones. Constituir un frente común, y que todo el aparato del Estado luche contra ellos. Entonces empezaría una verdadera batalla.
—Y entonces, lo que hacen ahora, ¿qué es?
—Una especie de juego muy delicado, pero que no da los resultados que podría dar.
Entonces, como despedida, iniciamos un intercambio de pensamientos inútiles pronunciados en voz alta. “Es difícil… Sí, complicado… Un trabajo duro… Poco a poco y con cuidado”. Una sensación de impotencia me invade. Quizá la misma sensación que ha recorrido el cuerpo del periodista, el policía, el cura y de este agente más de una vez. Estamos sentados, conversando sobre un miedo que al salir de esta pecera volverá a recorrernos cuando caminemos por las calles de estos pueblos y nos crucemos con su gente cabizbaja y sus hombres rondando en sus carros, donde pronto habrá otro ejecutado y muchos migrantes más serán secuestrados.
—Es complicado –repite el agente encubierto cuando nos damos la mano para despedirnos.