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La crisis de Iguala se convierte en una tormenta política en México
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La crisis de Iguala se convierte en una tormenta política en México
La crisis de Iguala se convierte en una tormenta política en México
JAN MARTÍNEZ AHRENS
México 11 OCT 2014 - 21:48 CEST
Un policía mexicano vigila los alrededores de las fosas halladas en Iguala. / JORGE DAN LOPEZ (REUTERS)
La cuenta atrás se ha acelerado en México. El descubrimiento de otras cuatro fosas clandestinas en Iguala y las nuevas confesiones de sicarios van despejando las últimas dudas sobre el paradero de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos.
Todo está listo para estallar. Solo falta la confirmación oficial de que los cadáveres calcinados y enterrados de mala manera en las afueras de la pequeña ciudad de Guerrero pertenecen a los alumnos de magisterio detenidos por la Policía Municipal la noche del 26 al 27 de septiembre tras una salvaje persecución que acabó con seis muertos y 17 heridos. Pocos dudan de este desenlace, pero mientras llega, el país asiste a una oleada de consternación sin precedentes en el mandato del presidente Enrique Peña Nieto.
A las multitudinarias manifestaciones de los padres y compañeros de los estudiantes, amparadas en una fortísima marea de solidaridad, han seguido las exigencias de organizaciones internacionales, entre ella la propia ONU , para que se resuelva con celeridad el caso.
Los nubarrones han adquirido un color político oscuro. Intelectuales y empresarios se han sumado al malestar. Y han apuntado al corazón del problema: la incapacidad de las fuerzas de seguridad de domar la violencia, lentas y torpes a la hora de detener a criminales que se permiten secuestrar y hacer desaparecer estudiantes por decenas.
El Gobierno, consciente del terremoto que se avecina, se ha puesto manos a la obra. El pasado lunes el propio Peña Nieto, en un mensaje televisado, se mostró “indignado” por los hechos y anunció que no dejaría el más mínimo resquicio a la impunidad.
Acto seguido, envió a la Gendarmería, la nueva fuerza de choque contra el narco, a tomar el control de Iguala. El mismo camino siguió el director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, el hombre que capturó a El Chapo Guzmán, el narcotraficante más buscado del planeta. Pero estas medidas no han logrado calmar los ánimos.
El presidente, una figura que en México suele planear por encima de los vendavales cotidianos, ha tenido que insistir otra vez en que los culpables caerán y que nada le torcerá el pulso en su persecución. “Tenemos que ir en profundidad y, paso a paso, llegar hasta los responsables, aquellos que por negligencia o por su actuación permitieron que esto ocurriera y que lamentablemente, de confirmarse, permitieron que perdieran la vida jóvenes estudiantes.
Se trata de un hecho verdaderamente inhumano, prácticamente un acto de barbarie, que no puede distinguir a México”, ha declarado Peña Nieto. A sus palabras se han sumado, en rigurosa cadena, las más altas instancias de la seguridad mexicana. Uno tras otro, han intervenido para mostrar el denuedo gubernamental en la resolución del caso.
El volcán, pese a esta movilización oficial, no ha dejado de humear. La onda expansiva generada por la desaparición de los muchachos, de extracción humilde, las imágenes de sus padres destrozados y la cólera de numerosos intelectuales y amplios sectores sociales amenaza con traspasar los diques de contención y alcanzar la fibra más sensible y mimada del Ejecutivo: la economía.
Hasta el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, poco dado a tratar sobre cuestiones de seguridad, ha advertido públicamente que cualquier percepción negativa sobre México puede afectar la atracción de capital, el principal empeño de esta Administración.
El escándalo por el secuestro y más que posible asesinato de los normalistas no nace solo, sino que recoge un malestar previo, difuso, pero amplio, del que ya dio aviso la llamada matanza de Tlatlaya.
Una operación militar contra el narco, en la que a finales de junio murieron 22 personas. La sangría se presentó a la opinión pública con una inverosímil versión, que sostenía que las muertes habían sido fruto de un enfrentamiento a tiros.
El relato fue avalado, pese a sus innumerables contradicciones, por la escala completa de autoridades encargadas de la investigación oficial. Toda esta defensa saltó por los ares cuando, gracias al testimonio de una superviviente, se descubrió que los militares habían matado a sangre fría a 21 de los supuestos narcos.
Este brutal episodio de la guerra sucia, aunque fue sancionado con una fulminante reacción presidencial, que condujo al encarcelamiento de los militares implicados, abundó en la erosión que sufren los responsables de la seguridad. A esta desconfianza se ha añadido la raquítica reacción política en el propio estado de Guerrero, gobernado por Ángel Aguirre, un dinosaurio de modos caciquiles durante cuyo mandato el territorio ha caído bajo el imperio del narco, convirtiéndose en el más violento de México. Su resistencia a abandonar el cargo ha aumentado la tensión, enlodado a su propio partido, el PRD (izquierda), y catapultado la sensación de que nada ha cambiado.
En esta olla a presión, las investigaciones avanzan con exasperante lentitud. De momento, la procuraduría ha detenido bajo la acusación de homicidio a 34 personas, entre policías municipales y sicarios (indistinguibles en muchos casos). Pero ninguno de los arrestados dejan de ser más que peones de un juego mayor y oscuro.
Los autores intelectuales siguen libres.
Tanto el alcalde de Iguala como el jefe de la Policía Municipal están en paradero desconocido.
En el caso del regidor, cuyos vínculos familiares con el narcotráfico emergen día a día con más claridad, se ha descubierto, para mayor escándalo, que goza de un blindaje judicial, concedido por un magistrado federal a los dos días de los hechos.
Esta salvaguarda reafirma su aforamiento e impide detenerle hasta nueva orden. Tampoco ha caído ningún cabecilla del sanguinario cartel de los Guerreros Unidos, la organización que controla Iguala y cuyos sicarios, en connivencia con la Policía Municipal, dieron muerte, según las confesiones de dos detenidos, a los estudiantes, que simplemente se habían apoderado de tres autobuses y reventado un acto de la esposa del alcalde.
Una demostración de poder enloquecida y criminal que aún no ha sido sancionada. La cuenta atrás no ha terminado.
http://internacional.elpais.com/internacional/2014
La desaparición de los estudiantes genera una oleada de consternación sin precedentes en el mandato de Peña Nieto
JAN MARTÍNEZ AHRENS
México 11 OCT 2014 - 21:48 CEST
Un policía mexicano vigila los alrededores de las fosas halladas en Iguala. / JORGE DAN LOPEZ (REUTERS)
La cuenta atrás se ha acelerado en México. El descubrimiento de otras cuatro fosas clandestinas en Iguala y las nuevas confesiones de sicarios van despejando las últimas dudas sobre el paradero de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos.
Todo está listo para estallar. Solo falta la confirmación oficial de que los cadáveres calcinados y enterrados de mala manera en las afueras de la pequeña ciudad de Guerrero pertenecen a los alumnos de magisterio detenidos por la Policía Municipal la noche del 26 al 27 de septiembre tras una salvaje persecución que acabó con seis muertos y 17 heridos. Pocos dudan de este desenlace, pero mientras llega, el país asiste a una oleada de consternación sin precedentes en el mandato del presidente Enrique Peña Nieto.
A las multitudinarias manifestaciones de los padres y compañeros de los estudiantes, amparadas en una fortísima marea de solidaridad, han seguido las exigencias de organizaciones internacionales, entre ella la propia ONU , para que se resuelva con celeridad el caso.
Los nubarrones han adquirido un color político oscuro. Intelectuales y empresarios se han sumado al malestar. Y han apuntado al corazón del problema: la incapacidad de las fuerzas de seguridad de domar la violencia, lentas y torpes a la hora de detener a criminales que se permiten secuestrar y hacer desaparecer estudiantes por decenas.
El Gobierno, consciente del terremoto que se avecina, se ha puesto manos a la obra. El pasado lunes el propio Peña Nieto, en un mensaje televisado, se mostró “indignado” por los hechos y anunció que no dejaría el más mínimo resquicio a la impunidad.
Acto seguido, envió a la Gendarmería, la nueva fuerza de choque contra el narco, a tomar el control de Iguala. El mismo camino siguió el director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, el hombre que capturó a El Chapo Guzmán, el narcotraficante más buscado del planeta. Pero estas medidas no han logrado calmar los ánimos.
El presidente, una figura que en México suele planear por encima de los vendavales cotidianos, ha tenido que insistir otra vez en que los culpables caerán y que nada le torcerá el pulso en su persecución. “Tenemos que ir en profundidad y, paso a paso, llegar hasta los responsables, aquellos que por negligencia o por su actuación permitieron que esto ocurriera y que lamentablemente, de confirmarse, permitieron que perdieran la vida jóvenes estudiantes.
Se trata de un hecho verdaderamente inhumano, prácticamente un acto de barbarie, que no puede distinguir a México”, ha declarado Peña Nieto. A sus palabras se han sumado, en rigurosa cadena, las más altas instancias de la seguridad mexicana. Uno tras otro, han intervenido para mostrar el denuedo gubernamental en la resolución del caso.
El volcán, pese a esta movilización oficial, no ha dejado de humear. La onda expansiva generada por la desaparición de los muchachos, de extracción humilde, las imágenes de sus padres destrozados y la cólera de numerosos intelectuales y amplios sectores sociales amenaza con traspasar los diques de contención y alcanzar la fibra más sensible y mimada del Ejecutivo: la economía.
Hasta el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, poco dado a tratar sobre cuestiones de seguridad, ha advertido públicamente que cualquier percepción negativa sobre México puede afectar la atracción de capital, el principal empeño de esta Administración.
El escándalo por el secuestro y más que posible asesinato de los normalistas no nace solo, sino que recoge un malestar previo, difuso, pero amplio, del que ya dio aviso la llamada matanza de Tlatlaya.
Una operación militar contra el narco, en la que a finales de junio murieron 22 personas. La sangría se presentó a la opinión pública con una inverosímil versión, que sostenía que las muertes habían sido fruto de un enfrentamiento a tiros.
El relato fue avalado, pese a sus innumerables contradicciones, por la escala completa de autoridades encargadas de la investigación oficial. Toda esta defensa saltó por los ares cuando, gracias al testimonio de una superviviente, se descubrió que los militares habían matado a sangre fría a 21 de los supuestos narcos.
Este brutal episodio de la guerra sucia, aunque fue sancionado con una fulminante reacción presidencial, que condujo al encarcelamiento de los militares implicados, abundó en la erosión que sufren los responsables de la seguridad. A esta desconfianza se ha añadido la raquítica reacción política en el propio estado de Guerrero, gobernado por Ángel Aguirre, un dinosaurio de modos caciquiles durante cuyo mandato el territorio ha caído bajo el imperio del narco, convirtiéndose en el más violento de México. Su resistencia a abandonar el cargo ha aumentado la tensión, enlodado a su propio partido, el PRD (izquierda), y catapultado la sensación de que nada ha cambiado.
En esta olla a presión, las investigaciones avanzan con exasperante lentitud. De momento, la procuraduría ha detenido bajo la acusación de homicidio a 34 personas, entre policías municipales y sicarios (indistinguibles en muchos casos). Pero ninguno de los arrestados dejan de ser más que peones de un juego mayor y oscuro.
Los autores intelectuales siguen libres.
Tanto el alcalde de Iguala como el jefe de la Policía Municipal están en paradero desconocido.
En el caso del regidor, cuyos vínculos familiares con el narcotráfico emergen día a día con más claridad, se ha descubierto, para mayor escándalo, que goza de un blindaje judicial, concedido por un magistrado federal a los dos días de los hechos.
Esta salvaguarda reafirma su aforamiento e impide detenerle hasta nueva orden. Tampoco ha caído ningún cabecilla del sanguinario cartel de los Guerreros Unidos, la organización que controla Iguala y cuyos sicarios, en connivencia con la Policía Municipal, dieron muerte, según las confesiones de dos detenidos, a los estudiantes, que simplemente se habían apoderado de tres autobuses y reventado un acto de la esposa del alcalde.
Una demostración de poder enloquecida y criminal que aún no ha sido sancionada. La cuenta atrás no ha terminado.
http://internacional.elpais.com/internacional/2014
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