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Testimonios de mujeres zetas: 1, 2 . . . 5.- María . . . .
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Testimonios de mujeres zetas: 1, 2 . . . 5.- María . . . .
Testimonios de mujeres zetas: Cecilia, 'La contadora'
Por Jorge Damián Méndez Lozano
noviembre 28, 2016
De la columna 'Testimonios de mujeres zetas'
Dibujo hecho por Cecilia.
Dos árboles navideños de cartón flanquean a Cecilia. Atrás de ella la pared tapizada con imágenes de ladrillos rojos persuade a sentir el frío propio de una cabaña en la tundra. Cecilia sonríe. Está en cuclillas abrazando a su hija. El piso está cubierto de bolitas de unicel simulando una nevada. Viste pants gris, sudadera, tenis y una banda en la cabeza: todo el conjunto en color blanco.
"Esa foto es de la navidad pasada, vinieron a visitarme", dice con acento regio cuando le platico que entré al Facebook de su mamá como me lo pidió. Se presenta ―con la cabellera extensa, ágil y sedosa― en la sala de audiencias donde la espero. En esta prisión bajacaliforniana el cuidado estético y la marca del calzado es símbolo de distinción y autoestima entre las internas. De ahí que el cuidado que Cecilia da a su pelo sea el mismo que una madre da a su hijo.
"Si andas con la ropa sucia o con el cabello maltratado, sin peinarte, no te respetan porque eres una dejada. Si traes buen calzado y siempre estás limpia te tratan diferente. Por los tenis sabemos de dónde vienes y quién te procura allá afuera". Cecilia usa calzado Lacoste, lo que le vale cierto respeto entre sus compañeras. Según sus palabras ―dentro de la organización Zeta― ella era harina de otro costal. En la calle no estaba su lugar de trabajo como lo estaba para las halconas. Junto al dinero y los jefes, estaba su lugar, por lo tanto tampoco recibía tablazos y chiricuasos (golpes fuertes en la nuca con la mano abierta), pedagogía destinada a los eslabones finales de la cadena delictiva.
Este es el testimonio de Cecilia realizado desde una cárcel bajacaliforniana.Cecilia no es su nombre verdadero. Tiene encarcelada cinco años. No ha recibido sentencia. Su abogado habla de entre cinco y diez años más de encierro.
CONTADORA
Entré a los Zetas por mensa, no tenía la necesidad. Pude haber trabajado en lo que sabía hacer, poner uñas y cosmetología, pero quería dinero rápido para tener una vida mejor. A los 15 quedé embarazada, me casé y me hice ama de casa. A los 17 me separé de mi esposo y yo me hice cargo de la niña. Para mí primero está mi hija, después andar bien vestida, con buenos zapatos, buena ropa, y pues, tener un futuro económico. Yo no era como otras chavas que dentro de la organización nomás en cuanto había una oportunidad se drogaban o emborrachaban y no llegaban a su casa en muchos días. Podría decir que yo era hogareña.
Recuerdo mi primer día de trabajo. Llegué a la casa de seguridad como una extraña sin conocer a nadie. Apenas estaba cumpliendo los 20. Me miraba muy chica, todos los demás andaban entre los 28 y los 30 años. Hasta eso que todo era muy respetuoso, nadie te acosa.
Dentro de la organización no puede haber relaciones de noviazgo, más que nada por respeto, no puedes mezclar el amor y el trabajo. Yo andaba de novia, pero él nada tenía que ver con la organización; es el hermano de una amiga, un profesor de primaria. "Ya salte de eso, ponte a trabajar con tu mamá", me decía mi novio, porque mi mamá es dueña de unas recicladoras de metal.
"Aprendo rápido, soy buena para los números, pero no me gusta que me manden, me gusta llevar el mando", le dije a amigo que había sido federal de caminos y que ahora estaba de contador de la plaza de Nuevo León. "¡Ah! ¿No te gusta que te manden? Pues ponte a estudiar o pon tu propia empresa", me dijo mi amigo, pero en buena onda.
JORNADA LABORAL
El trabajo podía empezar a cualquier hora durante las 24 del día. La casa de seguridad donde trabajábamos estaba en Saltillo, Coahuila, pero era la contabilidad de los puntos de venta de droga en Monterrey. Por seguridad el dinero se mueve de estado. También administrábamos la nómina para pagarle a los policías y a veces los ingresos del cobro de piso de los negocios.
Manejábamos como 11 millones de pesos a la semana.
Mi sueldo era de 20 mil al mes más 2 mil de viáticos semanales. Luego ganaba 7 mil 200 al mes y 2 mil de viáticos, también semanales. Como vivía en Monterrey, pero trabajaba en Saltillo, los viáticos eran para gasolina, tarjeta de teléfono, comidas y hotel ocasional. La mayor parte del tiempo tenía una vida normal junto a mi hija y mis papás, y a veces vivía en un departamento que me había dado la organización.
Manejaba un auto que me prestaron. Pude haber rentado mi propio departamento y andar en taxi, pero lo adecuado es estar donde ellos sepan. El auto era robado, pero no había problema porque los de tránsito están comprados. "Voy a pasar, ando de rápido", les decía cuando me detenían. Cuando las cosas se ponían complicadas porque no me dejaban ir pedía que me permitieran hablarle a mi jefe y mi jefe le hablaba al jefe de tránsito, le daba el número de la patrulla y todo se resolvía. Y no es que todos los tránsitos trabajaran para nosotros, pero, ¿qué otra les quedaba si sus jefes sí andaban metidos? ¿A quién le van a hacer caso?
PENSAMIENTO ZETA
El poder te da la facilidad de hacer lo que quieras. Matar porque me caes mal. Levantar.
Matarte porque te metes conmigo o mi familia. Desaparecerte. Matar sin que sea arrestada.
Porque la verdad, hay mucha maldad en las mujeres que la gente no ve. Pero mira, yo no maté, no secuestré, no golpeé a nadie. Llevaba la contabilidad del dinero de lo que se obtenía de las ventas en las tienditas, del cobro de piso; de los sueldos de los miembros de la organización, los pagos a la policía. Pero no matar. En ese sentido no le hice un daño a la sociedad. Yo no merezco estar aquí.
Los delitos de los que me acusan son: delincuencia organizada, drogas, cohecho, robo de auto, cartuchos y portación de arma.
Tuve una infancia normal, feliz. No me golpeaban mis papás. Me daban lo que quería. La secundaria me gustaba, aunque me corrieron de dos y terminé estudiando en un internado de monjas donde salíamos los fines de semana. Era peleonera en la secundaria. Una vez le pegué a una compañera porque decía que yo era chochoca (fresa); también me agarré del chongo con una compañera del salón que denunció que me había perreado (irme de pinta) a un centro comercial.
DETENCIÓN
Una noche me fui con mis amigas en taxi de Monterrey a Saltillo a una casa de seguridad.
Había DJs, cerveza y ceniceros con cocaína. La estábamos pasando bien cuando llegaron los marinos. Se supone que llegaron por una denuncia anónima. Así justifican entrar rompiendo todo a las casas. O dicen que los vecinos reportaron personas armadas, pero lo dicen para poder golpear, violar y torturar.
"¡Órale, hijos de su puta madre, ya les cargó la verga!", dijeron los marinos apuntándonos.
"¿Son Zetas o son Golfos? Si son Golfos se podrán ir. Pero son Zetas, son mugrosos, ya mamaron, culeros", dijo otro marino.
Me hincaron y los ojos los vendaron. Nos amarraron las manos y la boca. Nos pusieron una bolsa de plástico en la cabeza. La bolsa se siente diferente a cuando nadas y tragas agua y sientes que te ahogas. Con la bolsa diez segundos se sienten como una hora. Después me arrastraron a uno de los cuartos de la casa.
"¿Y tú qué haces, culera, a qué te dedicas?,
¿tienes hijos?, ¿dónde vives?", me preguntaba un marino, pero yo no veía nada.
"Soy comerciante, tengo un negocio y soy de familia".
"¡Ah! ¿Eres de familia? Pues vamos a matarlos a todos", gritaba el soldado.
Oía la voz de dos militares.
"¿Cuál es tu apodo?"
Contestaba que no tenía apodo.
"¿Cómo que no tienes, hija de tu puta madre?, ahorita vas a hablar".
Completamente me desvistieron de pies a cabeza. Comenzaron a tocarme y me hicieron todo tipo de obscenidades, ¿cómo me defendía de eso si estaba amarrada? Primero me tocaban todo el cuerpo con los guantes, pero después sentí sus manos desnudas. Me agarraban las nalgas, los senos, la vagina y luego me pateaban. Estaban a punto de violarme cuando uno de los comandantes les gritó que me subieran a una de las camionetas. "Vístete", me ordenó uno de los marinos. "Pero, ¿cómo si no veo dónde está mi ropa y tengo las manos atadas?" El marino ayudó a vestirme, hasta los tacones me puso.
Nos llevaron al cuartel. Seguía con los ojos vendados, pero al caminar sentía muchas piedras y ramas en los pies. Me aventaron al piso y comenzaron a golpearme con patadas, en la cara no me pegaron. Golpean fuerte, como si le pegaran a un costal. Nunca me habían golpeado en mi vida. Llegó un doctor a checarme la presión y resultó que estaba bien. Un marino que escuchó que me encontraba bien me comenzó a golpear en la cabeza y el estómago. "¿Estabas muy mal hija de tu puta madre? Por mentir ahora sí vas a sentirte mal", me gritaba el marino y me pateaba más fuerte.
Más que los golpes, lo que más duele y trauma es el acoso sexual, el tocamiento, el estar a punto de ser violada; es impactante. Quedé en shock. El fin de la tortura es que digas lo que ellos quieren que digas, no importa que no sea verdad.
Hay militares buena onda. Cuando me estaban golpeando un militar se acercó y pidió que me dejaran porque me sentía mal. Siempre tuve los ojos vendados. Comenzaron a quitarme mis alhajas y yo traía una cadena con un San Judas Tadeo. "Toma, quédatela, él te va a ayudar, vas a ver que no vas a durar mucho en el penal; si quieres ir al baño me dices, aquí voy a estar", me dijo el militar. En ese aspecto me dejaron de golpear.
A los días de estar en el cuartel me llevaron en helicóptero al DF, al arraigo. El arraigo es en un hotel, bueno, era un hotel. Los cuartos tienen puertas de reja con imán. Para que nos abrieran y poder salir veíamos a una cámara y gritábamos: "bunker, la reja", y se abría la reja. Es menos seguridad que una cárcel. Te dejan tener televisión, películas DVD y CDs de música. Te dan oportunidad de trabajar la papiroflexia con hojas de papel y grapas. En mi cuarto éramos ocho mujeres, yo la pasaba durmiendo o escuchando música. A las siete de la mañana te levantan para el desayuno, a las dos comes y a las siete cenas. La comida es deliciosa y abundante. Por ejemplo en el desayuno nos servían café, licuado y atole; fruta, leche normal y deslactosada. La comida se sirve en el comedor y tienes 15 minutos para terminar, luego te regresan a tu cuarto. A veces dejaban las rejas abiertas y platicábamos entre nosotras. Te dejan hablar por teléfono tres veces en el día con tu abogado o con tu mamá. Si no nos dejaban hacíamos un alboroto: gritábamos y pedíamos hablar con el director.
Cuando llegué al Cereso después de haber estado en el arraigo me encerraron en una bartola con 20 personas sin cobijas y con mucho frío. Dormíamos en el piso y no nos bañábamos durante días. Aquí aprendes a valorar a la familia, a la propia cama. Todo se lo debo a mi familia que me trae bien vestida y calzada. Aquí no existe nadie, pierdes todo, por eso es importante no perder el contacto con la familia.
VIDA EN PRISIÓN
"Rechino los dientes. Eso no lo hacía allá afuera. Tengo que dormir mordiendo un guarda oclusal. El psicólogo dijo que era estrés penitenciario y el dentista que necesito frenos.
Patearon mucho mis caderas los marinos con sus botas; tengo secuelas de dolor. En la cabeza me dieron chiricuazos, así se le llama a los golpes en la cabeza con la mano abierta; ahora tengo migraña. Pero las secuelas psicológicas son las que abundan. Paso por momentos de mucha depresión por estar encerrada: lloro y me levanto de mal genio, y así duro todo el día.
A veces la depresión no me deja dormir o levantarme de la cama; mejor acostada que estar mal con las compañeras.
Mi failia me manda por giro 600 pesos a la semana y lo gasto en comidas y cenas. La comida está muy fea en prisión y la cena es agua endulzada y pan. En la tiendita compro hamburguesas, tortas de jamón; pescado empanizado, pollo frito, carne asada y burritos. Los precios van de los 25 a los 40 pesos. Cuando regrese a mi celda me espera una torta de lomo.
He tenido épocas en que me he querido suicidar, pero no gano nada, los problemas ahí seguirán; eso pasa cuando veo que no avanza mi proceso. Hasta llegué a pensar en cómo hacerle, pero pienso en mi hija y me detengo. El suicidio entre nosotras es un tema. Algunas compañeras se cortan los brazos, se dizque desangran y ya. "En la yugular hazte el corte, si ya sabes dónde para que te haces mensa", les decimos para joderlas. Hay un rastrillo que tenemos escondido por si decidimos suicidarnos. Una compañera nos dice que si alguna vez se suicida esperará a que todas estemos durmiendo para colgarse de la reja. Pero te castigan si lo intentas. Te encierran, esposada, en una celda en lugar de mandarnos con el psicólogo.
Extraño el perfume, el olor a limpio. En navidad nos regalan donaciones del Avón, cremas para la piel; a mí siempre me dicen que huelo rico.
Soy muy de escribir todo lo que vivo aquí, todo lo que siento, lo que hago en el día, mis planes a futuro. Mi mamá cuando viene se lleva los escritos. Le digo que no los lea, que nomás los deje en mi cuarto, pero yo creo que sí las lee porque me dice que me hará un libro cuando salga de la cárcel.
Mi familia sigue en Monterrey. Mi mamá y mi hija me visitan dos veces al año.
***
Antes de despedirme, Cecilia me entrega un micro relato que escribió la noche anterior. "El tema es la violencia visto desde una niña", me explica. Me acomodo en el asiento del automóvil que estacioné en un centro comercial junto al penal. Prendo el auto y en lugar de meter cambio a la transmisión desdoblo la hoja y leo:
"Esta era una niña que iba caminando por la calle rumbo a su casa y un señor en un coche le habló para enseñarle un gatito. Inocentemente se acercó la niña cuando la subió al coche y la secuestró. Llevándosela a su casa y teniéndola secuestrada en el sótano: torturándola y golpeándola. Así pasaron diez años, la niña creció y un día cuando él entro, lo golpeó y regreso a casa. Dios te bendiga y perdone todo el mal que has hecho en tu vida".
Última edición por Cazador de Duendes el 24.12.16 5:14, editado 1 vez
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Re: Testimonios de mujeres zetas: 1, 2 . . . 5.- María . . . .
Testimonios de mujeres zetas: 2.- Juana
Por Jorge Damián Méndez Lozano
noviembre 25, 2016
Juana está recluida en uno de los Centros de Reinserción Social de Baja California. En libertad perteneció al brutal cártel de los Zetas. Decapitaciones y desmembramiento corporal como sello de la casa. En este relato, Juana nos narra las distintas estaciones por las que ha transitado y que la han conducido de la libertad al encierro carcelario; del sexo servicio al halconeo, como le llaman en el argot del crimen organizado a las tareas de contraespionaje de militares y policías.
Si hay algo a lo que Juana le tiene miedo es a que le corten las orejas pedacito por pedacito. Como si fueran páginas de periódico a que solamente se les quiere recortar las erres. Su niñez no se asoma por ningún lado. Parecería haber abandonado el encierro del vientre materno siendo un adulto. Y una vez fuera del útero trabajó de cocinera, mesera, sexoservidora y halcona del Cártel de los Zetas. Nuevamente está encerrada; ahora en una cárcel fronteriza; en un estómago de piedra. Mientras pone en forma su narración, recuerdo una tétrica narración periodística. Se trata de la esposa de un empresario mexicano a la que en su secuestro, y con la frialdad de una serpiente, su verdugo le pregunta: "¿Prefiere que le corte la oreja izquierda o la derecha?, dígame para saber en cuál ponerle anestesia". Aunque se pagó el rescate, tres meses después volvería a su hogar sin ambas.
De la espesa neblina que es su memoria, Juana, recupera la mañana en que abrió la puerta de una casa de seguridad de la organización y vio a un hombre tirado boca abajo sobre el piso de la sala. Rodeó al bulto como si se tratara de una fogata y caminó hasta el patio trasero donde cuatro de sus cómplices consumían cigarros de mariguana y tabaco. Cuando estuvo frente a ellos la miraron como si se tratara de una bola de humo, como la sombra que no es de nadie. Luego todos fueron hasta donde estaba el hombre que para su sorpresa se encontraba consciente. Lo interrogan, y lo que responde lo condena. Juana finge que vomita al relatarme que le trituraron el cráneo con un mazo de acero para romper concreto. Yo no voy a limpiar su puto cochinero; a ustedes les toca―les diría serenamente, sintiendo latir en las sienes una mezcla de espanto y tristeza—. Media hora después permanecería en una cantina, ebria de cerveza, escuchando salir de la rockola música tex mex y canciones de Los Cadetes de Linares. Que le desintegren la cabeza con un mazo también le da un chingo de miedo, y tristeza.
Juana nació en el estado de Hidalgo. Por su seguridad debo olvidar la ciudad donde creció. Tiene 28 años, pero por su apariencia podría ser la madre de alguien de esa misma edad. Ochenta y cinco kilos repartidos en un metro con setenta centímetros que se comunican por medio de una atronadora voz. En sus palabras: "Desde niña fui rebelde, drogadicta y alcohólica". Luego tuvo 15 años y quedó embarazada de su primer esposo, dos décadas mayor que ella. Le gusta jugar futbol y los hombres con los brazos tatuados. Le molesta la hipocresía, el encierro y el sabor de los limones.
Piensa que el dolor siempre está ahí y que solamente es cuestión de que algo lo despierte. La etapa más feliz de su vida fue la educación secundaria y el nacimiento de su hijo. En la cárcel está terminando la preparatoria y aprendiendo contabilidad de manera autodidacta.
JUANA
Sonará feo, pero me convertí en perro fiel del jefe, en algo más que un simple halcón que vigilaba y reportaba los operativos policiales y militares. Ese trabajo lo hacen taxistas, paleteros, despachadores de gasolina, agentes de tránsito, boleros, vendedores de piratería o cualquiera que trabaje o deambule en la vía pública. Cuando andas en este tipo de actividad tienes que relacionarte con mucha gente para no levantar sospechas. Tienes que hacer relaciones para tener siempre un lugar donde perder el tiempo mientras vigilas. En las mañana me iba a un lugar donde venden pulque y me quedaba tres horas platicando; o me iba con unos amigos que trabajaban en una gasolinera, o a sentar al monte para vigilar desde ahí. En la noche me metía a un bar, y así me la llevaba hasta que se hiciera una jornada de trabajo; son tres turnos por cada 24 horas. Cuando me castigaban me mandaban a halconear al panteón, porque sabían que le tengo mucho miedo a los cementerios.
Hidalgo es de los Zetas. Del "Señor" (Heriberto Lazcano). Hizo una iglesia muy grandota en Pachuca: la de San Juan de los Lagos. Su casa colinda con el cuartel militar. Ahí hace unas fiestas muy grandes el 2 de febrero; a las que he ido, pero para ser sincera no lo he visto en persona. "La última letra" controla el penal y a la policía municipal y estatal. Hace dos meses hablé por teléfono con una persona que me dijo que la fiesta se había hecho igual que siempre; lo que me hace pensar que si El Señor estuviera muerto no hubiera habido festejo.
El primer año que yo fui a una de esas fiestas fue en 2008. Llevaba dinero para pagar la entrada y la cerveza, y mi amiga con la que iba me dijo: "Guarda tu dinero, aquí vas a tomar hasta decir basta". Pregunté de quién era la fiesta y me dijo que de una persona muy importante, muy pesada; pensé que se trataba de un político que en ese tiempo estaba de candidato. A la mitad del festejo se apagó la música y el del sonido nos pidió que todos diéramos las gracias al gran narcotraficante, Lazcano; me saqué mucho de onda; en ese tiempo yo todavía no trabajaba para la organización, pero conocía una que otra gente. Después nos pidió que brindáramos hacia el lado derecho levantando nuestra copa, volteando hacia una ventana en un tercer piso donde se veía una silueta que brindaba con nosotros. Se supone que era Lazcano.
Cobro de piso
El cobro de piso es a aquellos que venden algo ilícito, como a los bares y antros que venden droga, y como no saben de qué cártel es la droga que se está vendiendo, pues le cobran piso a todos parejo; allá los contras son la Michoacana (La Familia Michoacana). El cobro de piso también se le hace a las farmacias que venden perico, que no es cocaína, sino unas pastillas que compran los camioneros para que no les dé sueño; aunque en realidad son para bajar de peso. También pagan los que venden piratería, las tiendas de celulares, los tiangueros y a las cachimbas: que son cocinas y regaderas que están en las orillas de la carretera y que es donde se bañan y alimentan los camioneros; ahí también les venden perico.
Yo trabajé en un bar donde les cobraban cinco mil pesos quincenales, pero entre más gana el negocio más se les cobra. Llega una persona y te dice: "Somos de los Zetas y tiene que pagar piso si quiere continuar con su negocio. Si no paga y no lo cierra, se chinga y lo matamos". Pero los que pagan piso reciben protección.
Solamente es cuestión de decir: "Fulanito se está pasando de lanza", y en ese momento llega la gente (sicarios) a resolver las cosas.
Halcones
Un halcón es básicamente el nivel más bajo del organigrama. Para ascender se pueden hacer varias cosas. Mi jefe que también había sido halcón, un día lo agarran y le dicen que va a encargarse de todos los halcones de Pachuca. No sé qué significa, pero a los jefes de halcones les dicen RT.
Una reunión de trabajo de un grupo de halcones es muy equis. Las juntas que a mí me tocaron fueron en el estacionamiento de un OXXO. Me acuerdo de la última junta: nos hablaron como a ocho halcones y llegamos al estacionamiento. Mi RT me dice: "El que va llegando es el comandante del estado". Y como te digo que era como su perro fiel, nomás a mí me subió a la camioneta con él comandante. Mi RT me presenta y le dice que yo soy una persona con muchos contactos. Me asignan conseguir 50 halcones más. En cinco minutos se acabó la junta. Nomás nos dejaron dinero para pasaje, gastos, tarjetas para el teléfono y el sueldo que son seis mil pesos a la quincena.
El reclutamiento de los 50 halcones lo hice con pura gente conocida; por ejemplo, dos chavos mariguanos, muy locos, que conocí en el bar donde trabajaba. Les dije que había dinero y me preguntaron que cuánto ganarían. Nomás les expliqué que seis mil a la quincena más 1,500 de gastos y una ficha de 500 para celular. La mayoría es gente drogadicta o gente muy necesitada de dinero que le va a entrar a lo que sea. El trabajo consiste en reportar cada hora lo que sucede por medio de mensajes del celular; pase o no pase nada, aunque se trate de la policía municipal, que es la que está comprada por la organización. Pero si ves movimiento de militares debes marcar, ya no al RT, sino al comandante de la plaza, porque a veces los mensajes se atoran y no llegan; éramos 80 halcones, imagínate todos mandando mensajes al mismo tiempo. Si van entrando las ratas (Policía Federal), los verdes (militares) o las panteras (patrullas estatales de Fuerza y Tarea) por la carretera a México y miras que es una patrulla tras otra, debes marcar rápido. Si te apendejas y no haces bien tu trabajo te putean, te tablean. Una vez me salvé de que me tablearan: se me habían pasado unas patrullas por llegar tarde al punto de vigilancia donde me tocaba estar; solamente reporté cuatro y habían entrado como 16 a la ciudad.
Un día me llamó mi RT para decirme que una de las halconas necesitaba ayuda; había desobedecido una orden y la habían tableado. Necesitaba que la curaran.
Tablear es cuando, con una tabla como de metro y medio de largo y con tres hoyos, te pegan en las nalgas. Los hoyos se los hacen para que no agarre aire y se frene al momento en que te van a golpear. A esta mujer le habían dado 15 tablazos. Fui al departamento donde vivía y la curé. Nunca había mirado la carne humana tan, no sé cómo decirlo, tan podrida, tan negra, tan abierta. No te miento: le abrí las nalgas para curarla y casi vomito del color, de cómo se veía. Estuvo cuatro días bocabajo porque no podía sentarse. Por suerte nunca me tablearon; solamente una vez me dieron unos cachazos en la cabeza porque en lugar de irme a vigilar a la calle me había ido a dormir a mi casa; ya me estaba dando por costumbre vigilar cuatro horas de las ocho que debían ser. En otra ocasión me amarraron durante dos días porque no quise irme a vigilar desde un cementerio; me dan mucho miedo los panteones. Cuando te amarran te dejan tirada en un cuarto atada de pies y manos; puede ser hasta una semana. Si la persona que está cuidándote es buena onda te ayuda a ir al baño, sino, ahí tirada orinas y cagas. A veces te dan agua o un taco al día; a veces nomás una cobija.
Inicio Zeta
Empecé a conocer a la gente de la organización a finales de 2008 cuando trabajaba en un bar. Llegaba la gente (los Zetas) a cobrar piso, pero al principio no me daba cuenta de lo que hacían. En una ocasión la dueña del bar nos dice a mí y a una de mis compañeras: "Váyanse a sentar con esos tipos para reponer el dinero, porque me acaban de cobrar piso". Cobrar se hizo algo normal: llegaban, le cobraban piso a la señora y se ponían a pistear con nosotras, las muchachas del bar. Entonces nosotras teníamos que sentarnos con ellos a tomar cerveza, una tras otra para sacarles dinero de la venta de alcohol, de la rockola o bailando con ellos.
En una de tantas ocasiones en que nos sentábamos con los que cobraban piso me pidieron mi número de teléfono. Un viernes me hablan al celular y me piden que les consiga ocho muchachas para una fiesta. El que me estaba hablando, dijo: "Mija, no te preocupes por cuánto nos vayan a cobrar, nosotros pagamos lo que sea". Por estar de diez de la noche a cinco de la mañana nos dieron 20 mil pesos a cada una, y aparte, nos dieron de beber a más no poder; se enojaban si no tomábamos a la par de ellos. Eso sí, se metían cocaína como animales. Otra noche los tipos me piden prestada la casa para hacer una fiesta. Como agradecimiento me regalaron un tabique de cocaína lavada de fresa. Ya lo iba a tirar el tabique a la basura, pero a los dos días me hablan para saber si todavía lo tenía o me lo había retacado en las narices. "Yo ni me drogo, mejor denme dinero", les dije. Se llevaron el tabique y me dieron dinero.
En noviembre de 2010 fui de visita al pueblito de donde soy originaria. Fui porque me había quedado de ver con una amiga. Íbamos para una fiesta, cuando le hablan por teléfono. Contesta y al colgar está muy nerviosa: —Ya me atoraron —me dice. Ella estaba viviendo con un amigo en común que es gay y que andaba trabajando con los Zetas. A mi amiga ya le habían ofrecido trabajo, pero no se quería meter en broncas porque trabajaba de policía municipal. —¿Por qué dices que ya te atoraron? —le pregunté—. Es que me estaba hablando el encargado de aquí de los Zetas, quiere que vaya a verlo a una pollería en este momento.
De pendeja voy yo también a acompañarla. Llegamos y se baja un tipo gordo de una camioneta. Lo primero que le dice a mi amiga es: —Mañana entregas tu uniforme a la municipal. No le preguntó si quería trabajar o si podía. Mi amiga le dice que no quiere trabajar, casi le suplica. El cabrón al que le dicen, "El Barrigón", le contesta: —No te estoy preguntando si quieres; necesito gente. Y súbete a la camioneta porque iremos a ver al comandante.
Yo me quedé parada como mensa, sin moverme, viéndolos. De repente escucho: —Tú también súbete a la camioneta, ya escuchaste cómo me dicen y no te puedes ir así nomás, tú también te vienes.
Fuimos a un pueblo como a 30 minutos. Nos presentaron con el comandante que me preguntó cómo me decían y le dije que "La Peque"; desde los trece años había trabajado en las cachimbas y así me decían los camioneros. Todo fue muy rápido. El comandante nomás dijo: —Está bueno, cabronas, mañana comienzan a trabajar, aquí están sus celulares; ahorita van a pasar a una gasolinera a recoger unos chips y unos cargadores.
Me asusté mucho, le apreté la mano a mi amiga y le dije al oído: —Así de fácil ya me embarqué, ya valí verga, ya soy Zeta. A mi hermano lo habían matado ese mismo año, meses atrás. Era chofer y no andaba en la malandrinada. Cuando empecé a trabajar con la organización supe por qué lo habían matado: andaba con una mujer que estaba casada con un policía que trabajaba para la gente (Zetas). El policía hizo toda la movida (asesinato) por debajo del agua; porque no está permitido matar por cuestiones pasionales, para hacer eso se necesita permiso. Levantas a la gente de la que tienes instrucciones, pero no puedes hacerlo sin la autorización de los de arriba, de los jefes. Seré sincera: en su momento quise secuestrar al dueño de una gasolinera, pero tenía que reportarlo. No era nada más que yo me moviera con mi grupo y lo levantara con el pretexto de que aflojara dinero; si hubiéramos hecho eso nos matan. Levantar sin permiso de la organización es como robarle a la compañía, como se le dice; dentro de la plaza todo lo que está ahí es de ellos. La compañía te pide lealtad y respeto.
Después me enteré que a la esposa y al policía asesino de mi hermano los habían descuartizado y quemado. Una tarde que nos reunimos me pregunta el comandante: —¿Sabes dónde está tu hermano?, ¿está completo?, ¿lo torturaron? ―contesté que sí a las dos primeras y que no a la última pregunta―. Qué bueno, quédate con ese consuelo. Tú y tu mamá saben a dónde irle a llorar, a dónde llevarle una flor; aparte saben que no lo torturaron. En cambio la familia de ese fulano y fulana andan huyendo, y no saben dónde quedaron tirados los restos.— ¡Qué a toda madre, pinche consuelo!, pensé, pero no dije nada.
ZETA
Te estaba contando cómo fue mi inicio. Después de presentarnos con el comandante nos dirigimos a recoger los cargadores y los chips a la gasolinera; luego nos fuimos a la casa de mi amiga a cargar los celulares. Como a las dos horas nos marcan y nos pasan unos números de teléfono y nos dicen a quién y qué tipo de cosas debemos de reportar. A los cuatro días nos vuelven a hablar, pero ahora para recoger cuatro mil pesos para cada una, mientras nos llegaba nuestro pago: seis mil pesos a la quincena más 1,500 para gastos y fichas de saldo para celular.
A cada una nos ubicaron en un punto de Pachuca. Yo elegí trabajar de noche. Con lo del asesinato de mi hermano había tenido problemas con un agente de la PGR, al que yo acusaba de encubrir al asesino. Me tenía amenazada de muerte y yo me andaba escondiendo. Me mandaba mensajes por celular constantemente; me decía que me iba a chingar. Subieron tanto de tono las amenazas que mis papás, mi hijo, mi hermana y mis sobrinos nos fuimos huyendo al DF. Estando allá en la capital me manda mensajes el cabrón ése y me dice que ya sabe que estoy escondida en la delegación Tláhuac; ¡puta madre!, nos tuvimos que ir a esconder a Tlaxcala.
Duramos meses ahí hasta que me harté de huir y de estarle jodiendo la vida a mi familia por mi culpa; ellos andaban conmigo porque yo tenía miedo de que al no encontrarme a mí se vengaran con ellos. Cuando supimos que las cosas estaban más tranquilas en Hidalgo, nos devolvimos y conseguí un cuerno de chivo. Le marqué al tipo de la PGR y le dije: —Ya me regresé y ya sabes dónde estoy, cuando quieras nos partimos la madre en el topón. —Me sentía segura porque comencé una relación con un agente de Fuerza y Tarea, la que es la Policía Estatal de Hidalgo; aunque él nunca supo que era Zeta, lo supo hasta mi detención. Al final las amenazas se acabaron, al puto que me amenazaba lo terminaron rafagueando en Reynosa, Tamaulipas.
Me detuvieron una tarde después de haber comido carne con chile; eran como las tres de la tarde. Ese día estuvo muy agitado. Toda la mañana hubo señales de que algo iba a pasar. En la mañana cuando iba a comprar para desayunar, me encuentro en la calle a un tipo de la organización masticando el chip de su celular. Le pregunté por qué lo hacía y me contestó que había mucho movimiento del ejército y la policía.
Sospechaba algo malo; regularmente uno tiene que borrar los mensajes de entrada y salida del celular, pero a él no le bastaba eso, se quería tragar su chip.
Mi RT siempre me decía que lo que yo debería guardármelo. Yo era halcón, pero hacía otras cosas que no puedo contar. El día que me arrestaron, me había hablado para pedirme que me fuera a la casa de seguridad. Cuando llegué supe que era una pendejada para lo que me quería. Todo el asunto era que le cocinara carne en salsa verde para unas gentes que estaban de visita por unas hora, antes de irse a un enfrentamiento a Tula de Allende. La comida no alcanzó y me dio mil pesos para que fuera al mercado a comprar bisteces y longaniza para otros sicarios que venían en camino y que también iban a tirar putazos. Voy al mercado, compro la comida y cuando ya iba de regreso recibo una llamada en donde me dicen que me esconda porque la casa de seguridad, donde había estado cocinando, está rodeada de camionetas de la SIEDO, del Ejército y de federales. De pronto estaba cargando tres bolsas con verdura y carne, pero ahora en calidad de fugitiva.
Decido comenzar a caminar como pendeja; no sabía para dónde ir. Caminé muchas calles hasta que llegué a un campo de futbol. Lo atravesé, entré a una calle y de pronto escuché unos carros que venían a toda velocidad. De repente ya estaban junto a mí. Se frenan, se bajan dos agentes y me suben de las greñas a una Suburban. Lo primero que miro es a un tipo todo golpeado de la cara y con una venda en la cabeza. Uno de los agentes le pregunta: —¿Conoces a esta pinche vieja? —y contesta que sí me conoce; yo por instinto dije que ni madres, que yo no lo conocía, pero insiste: —Sí te conozco, hace rato me diste de comer en la casa de seguridad. —Lo miro y me acuerdo que fue quien me pidió un vaso de agua; como estaba muy golpeado no lo reconocía. De todos modos negué todo. No me sacaron de mi versión de que era sexoservidora. De todo modos los policías estaban aferrados a que señalara ubicaciones, gente, casas, pero no dije nada. Yo creo que se enfadaron porque me llevaron al Ministerio Público y ahí me dejaron tres días. Luego me llevaron al arraigo de la PGR en el DF, por 78 días. Ahora estoy en Baja California, encerrada. Tengo aquí tres años y hasta hace un par de meses había estado sin declarar y sin careos. Me he declarado inocente, pero creo que en un momento de desesperación me declararé culpable. Por ser halcón te dan cinco años y ese es mi delito, ser halcón.
Cuando salga de la cárcel podría trabajar de nuevo con la organización, pero no quiero. Esto me sirvió de experiencia, y no tanto por el encierro, el encierro no te acaba. Te acaban las experiencias personales que vives estando en el encierro.
Estando aquí en la cárcel mis papás fallecieron. Pero al salir de aquí saldré con una mano atrás y otra por delante; me veré en una necesidad económica muy grande. ¿Y quién me va a pagar ocho mil pesos a la quincena por irme a parar cuatro horas a la calle? Siempre es tentador volver.
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Re: Testimonios de mujeres zetas: 1, 2 . . . 5.- María . . . .
Testimonios de mujeres zetas: 3.- Alma
Por Jorge Damián Méndez Lozcano; Ilustraciones por Alma
noviembre 25, 2016
Alma (no es su nombre real) no duda que se comerá una condena de 45 años de cárcel. Se lo dijo su abogado. Está internada en un Centro de Reinserción Social de Baja California. Le achacan delincuencia organizada y el homicidio del hijo de un militar veracruzano, a quien tuvo que desenterrar con las manos el día que la detuvieron. En prisión terminó el segundo semestre de preparatoria y ha aprendido matemáticas de manera autodidacta. Enseña a sus compañeras álgebra, trigonometría y cálculo. Las clases se las pagan en especie con alimento y detergente para lavar ropa. A lo largo de este testimonio narrará sus experiencias de violencia antes, durante y después de pertenecer al Cártel de los Zetas.
En las nalgas tengo un chingo de cicatrices. Son como boquitas que mandan besitos. Las marcas me las hicieron a tablazos durante los dos años que trabajé con los Zetas. Ese es el castigo favorito dentro de la organización: la tableada. Un metro de largo, quince centímetros de ancho y una pulgada y media de gruesa de madera de roble, porque la de pino se rompe con los chingazos. El leño lo mandan cortar con un carpintero. Ese cabrón le forma una empuñadura para agarrarla. Con un taladro le hace perforaciones para que no agarre aire y se frene al momento del impacto contra el culo; los hoyitos los hacen formando diagonales o estrellas que funcionan como una ventosa que chupa la piel y te desgarra. Y para que duela sabroso, algunos de los jefes le piden al carpintero que le ponga remaches. Los mandos más locos le graban su nombre para que se marque en la piel de los que tablean; pinches piratones, ¿no?
Debuté recibiendo un tablazo. En ese tiempo trabajaba con seis hombres y era la única mujer en esa área de halcones de la organización, porque ahí todo se divide en áreas, como si fuera una fábrica. Una noche nos llaman para que vayamos a una playa del puerto de Veracruz que de noche se queda totalmente desierta. Iba con siete miembros de la operativa (sicarios), como le dicen al grupo de hombres enchalecados, armados y encapuchados. Vamos llegando cuando por radio nos piden que apaguemos las luces. Temblaba de miedo. Los de la operativa me dieron la oportunidad de no me bajarme de la camioneta. Estaba polarizada y confiábamos en que si se asomaba alguno de los jefes no me verían. En cuanto descendieron del auto escuché que los de mayor rango los comenzaron a regañar y a insultar diciéndoles que eran unos pendejos que no servían para nada.
"¿Son todos o faltan?, porque vamos a revisar la camioneta", preguntó uno de los mandos, y en ese flashazo supe que todo había valido verga. "Falta una muchacha nueva, apenas tiene unos meses trabajando", contestó alguien.
No había hecho nada para que me pegaran, pero cuando estás a cargo de un grupo de gente y ellos no informan o reportan lo que deben, a ti te culpan de no tener el carácter para someterlos y que cumplan con su función.1 Pero a veces es imposible tener monitoreados a todos los vehículos de los militares. Salen del cuartel en grupos de hasta 70 camionetas, ya sea de la Marina o del Ejército. Son tantas que es imposible cubrirlas a todas, y eso que en esas fechas había mucha gente trabajando en la calle. En cada taxi, carro particular, Oxxo y en cada Telcel, había un halcón.
Uno de los mandos fue por mí a la camioneta, me bajo y me pregunta: "¿Crees que por ser vieja no te vamos a pegar? Aquí todos somos iguales, todos somos soldados, así que empínate". A los hombres les piden que se bajen el pantalón hasta las rodillas y que se jalen con las manos los testículos hacia enfrente para que al momento del tablazo no se les revienten del putazo. Las mujeres tenemos que inclinarnos hacia enfrente y agarrarnos de las rodillas, porque con el impacto del tablazo nos podemos ir de boca y lastimarnos, o sea, dentro de todo cuidan para que no te lastimes más de lo que ellos te lastiman. El tablazo lo sentí horrible: los oídos me zumbaron y al mismo tiempo dejé de sentir la piel, como si me hubiera convertido en una barra de hielo. Y todavía me gritan: "Y ojalá que llores para darte otro".
No lloré, pero tenía la lágrima a punto de salir. Me subí a la camioneta de ladito porque me dolía mucho el trasero. A uno de los de la operativa que iba con nosotros le reventaron las nalgas de dos tablazos, o sea, se le abrió la carne. A mí siempre me pegaban los tablazos sin que tuviera que bajarme el pantalón, por eso todos estaban rotos y remachados; entonces pensé que no iba a estar gastando en pantalones: hoy lo compraba, hoy me pegaban; hoy lo compraba, hoy me pegaban. Me hice mi ropa de trabajo con ropa vieja. Una vez hasta con un palo de hockey me pegaron, y por nada. Lo único bonito de tanto putazo en el culo es que te lo pone firme y paradito, porque es puro músculo. Ya sabías que te iba a cargar el payaso cuando el comandante te gritaba: "Arrímate para acá, hoy amanecí de malas y tengo ganas de romper fundillos". Muy temprano y sin haber desayunado me daban el primer putazo. Al final del día me andaba comiendo de quince a veinticinco tablazos.
Pero tanto putazo tiene sus consecuencias: la piel se abre, supura pus y se te pega la ropa interior a la piel. Cuando te bajas el calzón duele horrible, sientes como si te arrancaras veinte costras de un sólo jalón. A los nuevos en la organización siempre les andaba recomendando una crema muy buena para desinflamar que se llama Baycuten; "Anótenlo", les decía.
Mi primera cicatriz es de cuando tenía 17 años. Estaba borracha junto a mi pareja, en la sala de la casa de su mejor amigo y su novia. Tomábamos cerveza. De la nada mi novio me da un puñetazo en la boca, así nomás, yo creo que fue por celos. Sentí salir la sangre caliente de la boca. El amigo intentó defenderme. Nos terminamos yendo de la reunión, en la Cruz Roja me dieron cuatro puntadas.
La segunda cicatriz es de un navajazo en el hombro izquierdo. Tenía 26 años, trabajaba con la delincuencia y andaba con un noviecillo, un amigo con derecho, como se dice. Una noche fuimos de rumba a echar la copa. Cuando salimos del bar íbamos por la camioneta, pero unas motocicletas estaban estacionadas enfrente y atrás. Mi noviecillo le pidió a los dueños que le dieran chansa, pero le contestaron que le hiciera como pudiera. Entonces les dijo que si no las movían las iba a chocar; lo mandaron a la verga de nuevo. Mi noviecillo se encabronó, les mentó la madre y sacó una navaja que siempre traía en su pantalón y trató de agredir a uno, al más mamón de los cuatro motociclistas. Corrí y me puse en medio de los dos para separarlos, pero el hijo de puta me rayó el hombro con la navaja y me dijo: "Quítate o también a ti te pico". Salió mucha sangre, me cortó como si fuera un tomate. Me subí al carro y pensé: "Si los mata o lo matan, allá ellos".
No pasó nada al final. Los cadeneros y los valet parking del lugar empezaron a decirles a los motociclistas que no se metieran con nosotros porque éramos de los Zetas. Se fueron. Yo terminé con un navajazo y el brazo lleno de sangre.
INICIO EN LOS ZETAS
Veintidós años, una hija, un esposo: una vida normal. Mi pareja trabajaba de taxista. Una noche llegó a la casa y me comentó que un pasajero le había ofrecido vender droga para el cártel de La Familia Michoacana. En ese tiempo yo estaba muy mensa e interpreté que una familia de Michoacán había venido a Veracruz a vender droga. Por cosas que escuchaba y leía sabía que el trasiego de droga era de los Zetas y que mataban de voladita a los que vendían en su territorio; les tenía pavor, fobia, terror. Le pregunté: "¿Qué quieres, que los Zetas vengan a acribillarnos, a rafaguear la casa?" No me volvió a comentar nada.
Pasaron dos años. Una mañana llegó a la casa después de una jornada en el taxi durante toda la noche. Me platicó que dos pasajeros le habían ofrecido ser halcón, vigía, para los Zetas: el trabajo consistía en campanear personas. No supe de qué me hablaba. Ahora ya lo sé: campanear es seguir a una persona durante todo el día; ponerle cola, vigilarlo, conocer sus rutas, sus horarios. Le volví a decir que si aceptaba, estaba pendejo. Nuevamente terminó haciéndome caso.
Cuando cumplí 25 años quedé embarazada por segunda vez, pero entre mi esposo y yo la cosas estaban muy mal, se había roto el vínculo. Era alcohólico y a pesar de que en esos meses había dejado de embriagarse nunca traía dinero. Mi papá decía: "Ese cabrón no anda con otra vieja, ese cabrón se está drogando, por eso nunca trae dinero, el taxi siempre ha dejado". Después supe que se estaba metiendo cocaína. No fumaba, de otra forma también se hubiera enganchado de la piedra.
Siempre me gustó el comercio. Tuve un puesto de comida, pero lo cerré por las constantes peleas que tenía con mi ex esposo. De plano cuando estaba muy jodida de dinero vendía ropa por catálogo, esas eran mis entradas extra. Ahora, aparte de jodida de dinero, estaba embarazada. Tuve que trabajar atendiendo un local de souvenirs y artesanías en la zona turística del malecón; me pagaban 900 pesos semanales. Verdad es que apenas me alcanzaba, estaba apuntada en dos tandas: una de 20 y una de 15 mil pesos. Solamente me quedó meterle "mano negra" a la caja registradora del negocio; vendía artículos y me quedaba con el dinero. El señor no se daba cuenta, porque la neta, tengo un don para vender. Cuando empecé a trabajar el negocio prosperó. Estaba casi en quiebra porque el señor se endeudaba con medio mundo. Lo que vendía lo pedía en abonos: tazas, camisetas, llaveros, gorras. Estafaba al señor con el pretexto de que yo había hecho que las ventas subieran.
Quería que abortara, no quería que tuviéramos al bebé, eso me dolió mucho. Estaba enamoradísima. Me abandonó cuando tenía siete meses de embarazo. Tuve que trabajar para hacerme responsable del parto, ya me había advertido que no me daría ni para un galón de leche.
La mala suerte es como un chicle sin sabor, tarde que temprano llega después de varias masticadas. El nacimiento de mi bebé coincidió con el fin de la temporada de vacas gordas en el negocio, ahora era temporada de vacas flacas. Me despidieron porque no tenían para pagarme el sueldo. Mi bebé nació enfermo de las vías respiratorias y antes de operarlo debía llevar un tratamiento médico.
Era un lunes, me acuerdo perfectamente, no tenía qué darle de comer a mi hija la más grande, que en ese entonces tenía cinco años. Pinche tristeza, logré juntar unas monedas regadas en la casa y solamente me alcanzó para comprar diez blanquillos. Durante cinco días nomás comimos eso. Calentaba el aceite hasta que hervía para que el huevo se inflara y se hiciera más. Primero comía ella y lo que quedara era mi comida.
Un vendedor de otro de los locales del malecón donde había laborado, alguna vez me comentó que conocía a unos halcones. Ganaban cuatro mil pesos semanales, más quinientos pesos diarios para comida y servicio médico particular, de caché, bien atendidos. En ese tiempo los Zetas eran el brazo armado del cártel del Golfo; todo era fabuloso. Yo quería conocer al hombre que los contrataba. Fui a buscar al vendedor le platiqué la miseria en la que estaba y una semana después me lo presentó. El contratista me explicó que me pondrían en un punto de la ciudad con un radio de frecuencia ancha; yo nomás tendría que reportar cuando pasaran "los verdes".
En Veracruz hay unos autobuses color verde que pertenecen a la ruta, Saeta: "¿Por qué vigilan a los autobuses?", le pregunté ingenuamente. "No, chamaca, tienes que vigilar a los guachos, a los militares; a los grises, los marinos, pues. Si te agarran di que no sabes nada, y que no te saquen de ahí, porque si hablas te matan a ti y matan a tu familia. Cuando te decidas me llamas y yo te apadrino. Te voy a presentar con el jefe de plaza como mi recomendada. Voy a poner mi palabra por ti, así que si la riegas no solamente van a ir contigo sino también conmigo. Tú tienes que responder por mí, porque te estoy ayudando, aunque no te conozca sé que estás pasando por una situación difícil", me dijo el contratista. Quedé de hablarle cuando tomara una decisión.
Me uní a los Zetas por hambre. Una noche se me acabaron los diez huevos que había comprado para mi hija y para mí. Le marqué por teléfono a mi pareja y le expliqué que se me había acabado la leche, el medicamento y la comida para las niñas. Ya estábamos separados, pero a veces me ayudaba, total, eran sus hijas. Llegó en el taxi como a la hora, sin dinero y con dos putos tamales para que comiéramos la niña grande y yo. Me encabroné mucho y se los aventé en la cara. Fui con mi mamá, que vivía a una calle de mi casa, para que me prestara cinco pesos para hablar por teléfono público. Estaba muy enojada. A aquel cabrón le valía que mis niñas se murieran de hambre. Y mi mamá, que siempre me había hecho esquina con el dinero, ahora estaba harta de siempre estarme resolviendo la vida, según sus palabras; ya era hora de que me las arreglara sola. Traté de chantajearla diciéndole que trabajaría con los Zetas y lo único que dijo fue: "Haz lo que quieras, no me importa".
Triste y encabronada me fui caminando a un mercadito de abarrotes porque ahí hay un teléfono de monedas. Le hablé al contratista y le dije que había tomada una decisión: aceptaba el trabajo dentro de la organización.
Me citó para verlo al otro día en un café. Acudió con dos personas encargadas de las contrataciones. Me esmeré en mi apariencia: iba muy arreglada y maquillada; llevaba una solicitud de empleo, copia de la credencial de elector y comprobante de domicilio. Todos estos documentos eran necesarios para investigarme y estar seguros de que no era una infiltrada del ejército, la Marina o de un cártel contrario que nomás andaba espiando.
Me advirtieron de las prohibiciones que había dentro de la organización: no robar, no secuestrar, no matar, no arengar y no hacer maroma. "Las tres primeras me quedan claras", le dije, ¿pero arengar y no hacer maroma? Me explicaron que arengar es hablar mal de la organización Zeta; incitar a los demás para que se volteen (abandonar la organización o se cambiarse de cártel); y hacer maroma es, por ejemplo: hay una pareja de novios o esposos dentro de la organización, y yo, digamos, coqueteo o tengo una relación con la pareja de mi compañera; eso se paga con la muerte de los dos infieles. "Pero tú sí puedes andar conmigo porque mi esposa no trabaja en la organización", me dijo el cabrón contratista.
En cuanto me dijeron que estaba dentro de la organización les expliqué que tenía una niña enferma que requería servicio médico. Se portaron muy amables, me dijeron que consiguiera dinero, que lo gastara en medicina y que me lo reembolsarían, y así fue. Tuve la suerte de que me pagaran a los tres días de iniciar en el trabajo, y no hasta una semana después como regularmente se hace. Me habló el contador para que recogiera mi sueldo: cuatro mil pesos. Me emocioné.
La verdad es que me gustó el peligro. No hacía mucho, solamente estar en un punto determinado durante doce horas. Desde ahí tenía que estar reportando todos los movimientos de las autoridades; eso sí, nadie sabía qué estaba haciendo. Uno debe encontrar un lugar donde permanecer durante horas y al mismo tiempo pasar desapercibida: una gasolinera, un puesto de aguas frescas, un restaurante al aire libre, algo así. A los seis meses de estar en la organización llegué un día a la oficina y un comandante le dijo a uno de los encargados: "No seas menso, mira, ahí está la chava que es halcón, ella sabe manejar. Que venga alguien y que la enseñe a halconear, pero en carro".
Me mandaron a uno de los más locos y desquiciados a que me enseñara a halconear en carro. Yo siempre andaba de zapatillas, vestidito y accesorios; me decían que parecía licenciada, pasaba totalmente desapercibida. Aprendí a halconear en carro, no es lo mismo manejar por la ciudad nomás de paseo que andar manejando mientras sigues a las unidades motorizadas del ejército. Obviamente no te puedes ir. Tienes que seguirlos a distancia, dos o tres carros o calles atrás. Otra forma de seguirlos es por las calles laterales: a las tres o a las nueve, te guías por las mancillas del reloj. Vas reportando por radio: "Los llevo a mis dos", es que los llevas adelante; "a las tres", es paralelo; "a las nueve", es que los llevas atrás de ti. Llegas a la esquina y te esperas tantito a que pasen los vehículos militares, pero tú los vas viendo a distancia y vas reportando: "Ya brincaron fulana o sutana calle". Algo que me dio ventaja es que conozco Veracruz como la palma de mi mano. Tengo la visión de saber a qué calle saldrán, cuál es su opción, por dónde me botarán.
No sé si me gustaba la adrenalina o era el miedo de hacer mal mi trabajo. Aunque sea de sirvienta siempre me esfuerzo y con los Zetas no fue la excepción. Mientras los hombres decían: "Yo hasta aquí llego, no me meteré a la colonia a seguir a los verdes [Ejército] porque me van a enganchar [atrapar]". A mí me valía madres, y me metía a las colonias, y eso lo veían los mandos superiores y me usaban como ejemplo, lo escuchaba por la frecuencia: "Pinches jotos, ya ni la morra, ella sí tiene huevos".
Sí me llegó a detener el Ejército. Imagínate, ocho horas diarias siguiéndolos, terminaba siendo sospechoso que siempre el mismo carro anduviera cerca. Llevan cámaras y después revisan los videos para ver lo que va sucediendo a su alrededor mientras patrullan la ciudad. Y es que no siempre te salen las cuentas de los tiempos. A veces dices: "Ya me pasaron", y le aceleras y en un semáforo te los topas, ¡puta madre! Yo y los soldados viéndonos durante unos minutos. Lo que me salvaba es que ellos buscan a hombres, no a mujeres halconas. En un retén o en una detención de rutina me tenía que comer el chip del teléfono, o en ocasiones hablabas a la central y decía: "Ya los traje mucho rato y ya me vieron, que alguien más los traiga ahora". Hasta me llegaron a corretear, se daban la vuelta y me seguían los hammers, y ahí vamos a toda velocidad en una persecución, subiéndome al camellón, chocando carros para que se quitaran de mi camino.
CASTIGOS CORPORALES
Chiricuasos. Son golpes muy fuertes dados con la mano abierta en la nuca, ves una línea blanca cuando te pegan, sientes que te vas a desmayar. Otro castigo es ponerte a hacer sentadillas, pero tienes que ponerte un chaleco que pesa como cincuenta kilos. Cuando te preguntan cuántas sentadillas llevas, debes contestar que ninguna porque de otra forma te ponen a que inicies de nuevo. También te ponen a caminar en cuclillas durante mucho tiempo, o te ponen a rodar por el piso hasta que vomitas. Antes eran muy disciplinados y estrictos los altos mandos, ahorita ya no, en sus inicios eran GAFEs (Grupo Aeromóvil de la Fuerzas Especiales), GANFEs (Grupo Anfibio de las Fuerzas Especiales), Chutas (Brigada de Fusileros Paracaidistas) o Kaibiles (militares de élite del Ejército de Guatemala). Por eso la disciplina militar con que nos trataban.
VIDA FAMILIAR
Yo me salí de mi casa a los trece años. Tuve una infancia muy violenta. Mi papá trabajaba de albañil y siempre estaba borracho. Llegaba en la madrugada, agarraba a golpes a mi mamá y la sacaba de la casa; decía que había un hombre escondido adentro, pero era una mentira, era su alucinación por el alcohol. Como yo soy la más grande, me tocaba despertar a mis hermanos y sacarlos por la ventana de un cuarto para reunirnos con mi mamá en el patio. Acampábamos o esperábamos que se si hicieran las cinco de la mañana para podernos irnos a dormir la casa de alguna de sus amigas.
Mi papá me pegaba y mi mamá me regañaba, pero ella me tenía consideración porque le ayudaba en la limpieza. Éramos muy pobres. Cuando tenía nueve años no teníamos para comer y mi mamá se puso a trabajar de sirvienta en una casa. Pasaba ahí de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Me convertí en la mamá de mis hermanos: los bañaba, les deba de desayunar, los llevaba a la escuela, los ayudaba con la tarea; pero si algo salía mal, me pegaban a mí. Entrábamos a las doce del día a la escuela y siempre llegábamos medio hora tarde y los maestros de mis hermanos me regañaban. Era muy difícil para mí ser una mamá a los nueve años, no me podía organizar.
Cuando salíamos de la escuela mis hermanos y yo agarrábamos el camión y en ocasiones nos encontrábamos de pasajera a mi mamá. Mi jornada laboral terminaba a las nueve de la noche, porque cuando llegábamos a la casa mi mamá se ponía a hacer la comida y tenía que ayudarle a servir los platos, a calentar tortillas. Luego a recoger la mesa, lavar los platos, acostar a mis hermanos. Me harté de tanta chinga. Me harté de siempre vestir con ropa regalada, de usar zapatos usados de los niños de la casa donde mi mamá trabajaba. Ya para ese entonces tenía 12 años. Me pelaba a cada rato porque me tiraban carrilla de que me vestían con ropa de hombre.
Era muy agresiva porque así me educaron. Estábamos chamaquitos y nos sentábamos a la mesa con platos y vasos de vidrio y cubiertos; a pesar de que mi papá es albañil y mi familia es de pueblo y con poca educación, siempre trataron de ser formales a la hora de sentarnos a la mesa. Mi papá detestaba que habláramos con la boca llena, que nos embarráramos la camiseta de salsa o mole, por decir algo. Uno de chamaco juega en la mesa y de repente tira algo, creo que hasta cierto punto eso es normal. Pero en mi casa nos pegaban cintarazos si tirábamos un pan al piso o derramábamos el café; aparte de que nos insultaba y de pendejos no nos bajaba. A mi mamá la llamaban muy seguido de la secundaria los prefectos porque si me decían algo le pegaba a los hombres o a las mujeres, o les rompía sus trabajos. Mi mamá lloraba por mi conducta. Un día me pregunté: ¿Por qué tengo que soportar esto si ya sé hacer de todo? Sé cuidarme, sé cuidar una casa, sé trabajar. Ya me sentía una mujer y me salí de mi casa. Tenía trece años.
Me fui a vivir a un cuarto de madera y cartón que estaba en un terreno baldío a dos calles de la casa de mi mamá. En ese terreno había tres cuartos a punto de caerse: en uno vivían unos chamacos del barrio que vendían periódico y limpiaban parabrisas, en otro vivían los tíos de uno de ellos y en el otro cuarto dormía yo. Esos chavos eran mariguanos, malandritos. Me alimentaba de lo que me regalaban de comer. Un señor que vivía en esa misma calle me contrató para que fuera su sirvienta. El señor tenía sesenta años, vivía solo, no tenía familia. Cuando mi mamá se enteró que trabajaba intentó denunciarlo por andar contratando a menores de edad. Defendí al señor diciendo que estaba ahí por mi voluntad. Mi mamá terminó dándome permiso de trabajar.
El señor era dueño de un table dance. Un día me dijo que ya no sería su sirvienta, ahora le ayudaría en su congal y viviría en un cuartito-oficina. Ahí fue cuando me hice alcohólica; tenía catorce años. El señor llegaba a las siete de la mañana, revisaba sus ganancias y se iba del negocio a las tres de la tarde. Mi trabajo consistía en barrer, trapear, lavar vasos y preparar comida; aparte medio me hacía cargo de su sobrino de dieciocho que estaba algo loco, un poco enfermo de sus facultades mentales. El chiste: siempre estaba rodeada de botellas de vodka, whisky, ron, brandy; y un sobrino loco. Nos emborrachábamos a diario. Un año después de vivir en el table estaba de nuevo en la calle. El señor traficaba drogas y armas; yo no lo sabía. Nunca lo volví a ver. Se fue huyendo de la policía y clausuraron el table. En esos días estudiaba tercero de secundaria, no pude terminar.
Meses antes de que me arrestaran mi ex marido se fue a la diestra, que es como un entrenamiento donde les enseñan a usar armas. El curso se lo dio un militar que había pertenecido a las fuerzas especiales de Israel. Cuarenta días en un rancho en el monte, en Veracruz. Era un infierno: dormían en la tierra, comían sopas de vaso, cagaban donde podían y hacían mucho ejercicio. El día que llegaron al rancho los bajaron del autobús en el que iban y los formaron. Uno por uno se presentó con el mando. Y lo que nadie esperaba, uno del grupo se presentó y dijo, muy quitado de la pena, que era reportero y que estaba ahí para escribir sobre la diestra. El mando sacó la pistola que traía fajada y le disparó en la frente, sin decirle absolutamente nada. Me juró que el mando era el mismísimo, Z-40.
Una tarde el Ejército les cayó al rancho y se enfrentaron. Mataron casi a todos los que estaban en la diestra: eran 30 y quedaron vivos seis, y eso porque huyeron. Cuando te están disparando desde la vegetación nomás ves lucecitas. Entonces lo único que te queda es disparar a donde se ven las chispas; eso lo aprendió mi ex en la diestra. Lo último que supe de él es que lo destazaron y desaparecieron en un tambo: lo pozolearon. Donde quiera hay infiltrados. A él lo detuvo la Marina. Lo torturaron y soltó nombres y ubicaciones. Lo dejaron libre, pero nomás para que lo mataran sus mismos compañeros.
Me detuvo el ejército en un departamento donde estaba escondida. Dos noches antes mi estaca (grupo de diez elementos armados que funcionan como guardaespaldas de los comandantes y sicarios de cada célula) había levantado y golpeado a un joven que pensaban era un infiltrado. Fue una confusión. Se estaba cogiendo a una halcona de nosotros, y alguien dijo que era para sacarle información. Nos hablaron a la central para decirnos que los tenían ubicados. Fuimos por la parejita a un cuarto de hotel. No estuve de acuerdo, se veía que el chavo, como de 20 años, no sabía nada de lo que le preguntaban; me daba mucha lástima. Le lavé la cara para que no se desmayara, pero apenas se recuperaba, lo seguían golpeando. Falleció de tantas patadas que le dieron. El supuesto infiltrado resultó ser hijo de un militar. Los soldados me llevaron a donde lo habíamos enterrado y con las manos me hicieron que lo sacara de la tierra. Después de eso, estuve tres días quién sabe dónde, recibiendo golpizas y toques eléctricos de los militares.
Hace unos meses, aquí en prisión, vinieron a verme de la PGR y me aplicaron el protocolo de Estambul. Me desnudaron y me revisaron todo el cuerpo buscando cicatrices, aparte, me hicieron muchas preguntas para saber si tengo daño psicológico. Los resultados dicen que tengo secuelas mentales y físicas, por eso me quiero hacer cristiana, para superarlo todo.
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Re: Testimonios de mujeres zetas: 1, 2 . . . 5.- María . . . .
Testimonios de mujeres Zetas: 4.- Sandra
Por Jorge Damián Méndez Lozano
noviembre 25, 2016
Autorretrato por la autora.
Sandra (no es su nombre real) en ocasiones piensa que está muerta y otras que está en el limbo. Trabajaba para el Cártel de los Zetas, aunque cuando la arrestaron dijo que pertenecía al Cártel del Golfo. La Letra tiene pésima fama y sabe que los militares madrean con más energía cuando se confiesa pertenecer a esa organización. Inició en las filas del narcotráfico por dinero, no para hacerse rica —de antemano sabía que eso no ocurriría— sino para mantener a su hijo y comprarse comida y sobrevivir.
Atendiendo las palabras de Sandra, en Tamaulipas es difícil conseguir empleo. Las maquiladoras se fueron huyendo de la (narco) violencia, algunas escuelas y universidades privadas cerraron por amenazas de muerte y extorsión, y los que se dedicaban al comercio dejaron sus negocios porque no les alcanzaba para pagar derecho de piso. Otros tiraron la toalla porque los secuestraban y robaban con el pretexto de que trabajaban para la organización contraria. Me da un ejemplo concreto, su tío: "Mi tío se quedó en la miseria, era carrero, vendía autos usados que traía de Texas. A él lo extorsionaban con cinco mil pesos a la quincena y un automóvil al mes o de lo contrario lo decapitarían. Una semana después, los autos que le robaban se los encontraba balaceados o quemados a las afueras de Ciudad Victoria. Por eso lo que más conviene en esta región es irse a vivir a Estados Unidos, o a otro planeta".
Sandra
Dos años han pasado sin que pueda verme en un espejo. Afortunadamente en una revisión las custodias se lo llevaron. Digo afortunadamente porque si en este momento viera mi reflejo, sé que vería una vela sin maquillaje a punto de convertirse en una plasta. La verdad sí me da tentación ver cómo es ahora mi rostro —confiesa Sandra, dos días antes de que, con el afán de que pueda escudriñar su geografía facial, ingrese de contrabando al reclusorio un espejo de juguete que robaré a mi sobrina de seis años; mi sorpresa la deprimirá un poco.
La seducción o repugnancia que provoca la propia apariencia hace que las internas recurran a improvisados espejos como el interior metálico de las bolsas de Doritos Nachos, la parte plana de los cortaúñas, y cuando llueve, los charcos de agua. Sandra me cuenta que entre compañeras son como un espejo. Apenas se les dibuja una ojera, irrumpe una espinilla o brotan puntitos negros en el rostro, luego luego se acercan y se comentan las propias novedades; lo mismo si engordan, adelgazan o se asoma una lonjita o estrías. "La soledad y el aburrimiento nos ha vuelto obsesivas", dispara Sandra. Recuerdo una postura opuesta a esta atracción por los espejos contenida dentro de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Dentro del relato, Bioy Casares y Borges expresan que los espejos tienen algo monstruoso. Bioy —por su parte— recuerdo haber leído que un heresiarca de un ficticio lugar llamado, Uqbar, declaró que "los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". Se puede también agregar que los espejos —al igual que la prisión— funcionan como espacios de encierro en donde se disciplina y readapta el cuerpo para circular en la vida social.
La vida es un baño fuera de servicio
Empecé como sexoservidora. Antes había intentado ser edecán: mis senos y mi vientre son mi orgullo porque a pesar de mi embarazo no tengo cicatrices. Metí solicitud a una agencia de modelos que solicitaba muchachas para promover productos en los centros comerciales de Ciudad Victoria, pero nunca me llamaron. Me empecé a desesperar. Anteriormente había vendido zapatos en abonos, ropa usada en un tianguis y hasta de cuida niños a domicilio la había hecho. En aquellos días estaba saliendo con un muchacho. Me presentó a una chava que terminó siendo mi amiga. Esa amistad es clave para entender por qué estoy en prisión.
Un día me pregunta mi nueva amiga si quiero ganar dinero; me miraba necesitada. "Consígueme cinco muchachas, el trabajo es en una fiesta, te pagaré dos mil pesos más propinas". No me dijo nada más, pero imaginé por dónde iba todo. No logré conseguir a nadie, pero le dije que estaba lista. "Arráncate para San Fernando [Tamaulipas] y dime cómo irás vestida, pasarán por ti a la central de autobuses en una camioneta". Me recogieron unos sicarios que me trasladaron por una brecha, hasta un rancho como a treinta minutos del pueblo. Estuve tres días sin hacer nada.
La fiesta se había suspendido porque los militares perseguían a los otros sicarios, los que habían solicitado acompañantes; se estaban escondiendo en el monte. Lo único que hice fue hablar por radio con un señor que dijo que pronto iría a conocerme, pero nunca llegó. Me dieron tres mil pesos y me regresé a mi casa. La verdad es que me asusté y ya no quise saber de ese ambiente.
Geografía Corporal
El encierro me ha provocado ataques de ansiedad, taquicardias. Simultáneamente grito, lloro y siento como que me hago humo; hasta mi sombra se ha enfermado. He tenido gastritis, migraña, me quejo de los riñones y se me ha caído el cabello. En libertad solamente pensaba en mi rostro, pero nunca en el resto del armazón. Ha cambiado la relación con mi cuerpo. Hace dos meses me diagnosticaron problemas de circulación sanguínea: várices, calambres en los músculos, anquilosamiento de rodillas debido a la inactividad, eran los síntomas. Veintidós horas al día estoy en la celda; a veces sentada, a veces acostada. Solamente me queda hacer ejercicio en una dimensión de tres por tres metros que comparto con siete mujeres acusadas de secuestro y delincuencia organizada. Una hora a la semana se me permite salir al patio, quince minutos de llamada telefónica y cuarenta y cinco minutos para jugar volibol o caminar alrededor de la cancha de básquet. El resto de los días pienso que afuera ya estaría muerta y que por eso Dios me trajo aquí.
Cuando llegué a prisión sentí pavor de ser recibida con golpes y amenazas. Tenía miedo de que alguien me esclavizara obligándome a lavarle la ropa, el sanitario o que me chantajeara con dinero para no putearte cotidianamente; afortunadamente no sucedió. Mi humilde familia me envía dinero cada que puede. En el Cereso me dan comida, pero para artículos de higiene personal y vestido, deben apoyarme desde el exterior. Las internas que reciben dinero me hacen esquina y me ayudan con una pastilla de jabón, algunas onzas de detergente o con medio litro de champú.
Esporádicamente alguna agrupación cristiana gringa de California visita la institución para compartirnos la palabra del Señor, artículos de limpieza, ropa y alimentos.
Ana
En mi celda todas conocemos de memoria nuestras historias. Tengo una compañera que viene de San Fernando, Tamaulipas, es mi mejor amiga, se llama Ana (tampoco es su nombre real). Ella trabajaba en una taquería ubicada sobre la carretera. Ganaba mil 200 pesos a la semana. La culpan de participar en la muerte de 120 migrantes encontrados en 2010 en las narcofosas de ese pueblo. Batalla bastante para que sus papás le envíen dinero. En San Fernando no hay telégrafos porque los zetas quemaron las oficinas; decían que los empleados de ahí le pasaban información a los del Cártel del Golfo. Si su mamá le quiere depositar dinero tiene que trasladarse a Matamoros, a una hora de distancia, pero está cabrón porque esa ciudad es del Golfo. Y lo poco que le podría depositar se lo gastaría en el pasaje de autobús. Matamoros está lleno de halcones por todos lados: los que venden dulces en las calles, los taxistas, los vendedores de periódicos, todos informan cuando ven a una persona nueva o sospechosa. Inmediatamente reconocen y secuestran para interrogar a quien no es de la ciudad. Una señora amiga de sus papás les ayudó, una vez, a depositarle dinero, pero ya no lo quiso volver a hacer. Le da miedo que alguien la delate y diga que manda dinero a un penal de Baja California. ¡Imagínate que los golfos sepan que es para una mujer que vinculan con los zetas!
En los sesenta y tres días de arraigo que Ana tuvo en el Distrito Federal, sus padres no pudieron visitarla, tampoco la han visitado aquí. Mientras la torturaban en el cuartel militar, después de que la "arrestaron" mientras esperaba el camión, los soldados de la marina cateaban su casa. Se robaron las credenciales de elector de toda la familia. También se llevaron maletas con ropa y tenis de sus hermanos y dinero que tenía ahorrado su mamá de una tanda que estaba haciendo con las vecinas de la colonia; hasta una televisión de plasma se robaron. Como sus papás no tenían credenciales, no pudieron ingresar al centro de arraigo. En San Fernando no se puede tramitar ese documento, se tiene que ir a Matamoros, pero como ya dije, los habitantes de San Fernando no pueden ir porque es plaza del Cártel del Golfo; si se aparecen en la ciudad los levantan. Lo mismo al revés, si gente de Matamoros va a San Fernando también la matan, pero los zetas. Solamente la pudo visitar su hermana y un sobrino, y eso porque vive en otra casa y los marinos no le robaron su credencial.
Debut en la cárcel
Pasaron dos meses y no conseguía trabajo, ni para comer traía. Desesperada, le marqué a esta amiga. Me pidió que fuera a verla a un café en Tampico, ciudad donde estaba yo ese día, ya que a veces estaba en Ciudad Victoria. Estábamos desayunando chilaquiles cuando me dijo: "Toma quinientos pesos y este celular, ponte lista porque te van a marcar". Y sí, al otro día me marcó un tipo desconocido que me dijo que quería conocerme. Le dije que nos conociéramos y me contestó que me fuera otra vez para San Fernando, allá donde encontraron muchas fosas con cadáveres.
"Si no tienes dinero, pide prestado y acá te lo repongo", me explicó. Me recogieron en la central de autobuses y me trasladaron a una casa de seguridad donde permanecí cinco días. Lo único que hacía era mirar la televisión, comer y platicar con los cuidadores de la casa que siempre estaban armados con metralletas R-15 y cuernos de chivo. Un día acompañé a la operativa (sicarios) a colgar unas mantas donde avisábamos de un toque de queda en San Fernando. Nadie podía entrar ni salir, y el que saliera nomás ya no regresaba. Cuando hay toque de queda la gente se levanta por la mañana y sabe que a las ocho de la noche se tiene que guarecer. Es una forma de controlar que no entren de otra organización. Si alguien se enferma y requiere ir al hospital puede que lo dejen seguir su camino, pero nomás a esos.
San Fernando es como un tesoro. Está en medio de dos fronteras, la de Matamoros y la de Reynosa. De donde vayas a fuerza tienes que pasar por ahí para llegar al norte. Por eso es el pueblo que está en disputa al cien. Tiene el mar a una hora y tiene lugares donde te puedes esconder. No lo deja en paz ningún cártel. Para los migrantes también es estratégico porque es por donde pasan para cruzar a Estados Unidos, también es su muerte.
"No se puede abandonar la organización Zeta. Primero se desquitan con tus parientes y luego contigo".
El tipo al que había ido a conocer me hablaba por teléfono todos los días y me juraba que en cualquier rato iría por mí; hasta flores me mandó, pero no aparecía porque estaba cuidando otra casa y no lo dejaban salir. Yo había entablado amistad con un cuidador, nos gustábamos. Una mañana le presté mi celular para que mandara un mensaje. En ese rato llegó uno de los jefes junto con el tipo que yo había ido a conocer. El mando me preguntó por mi equipo de comunicación y le dije que lo había prestado a uno de los cuidadores para que mandara un mensaje. Se encabronó, mandó llamar al chavo y lo regañó por andar pidiendo un equipo prestado cuando se supone que tiene asignado un celular con saldo. Después el mando pidió un rastrillo y le rasuró las cejas. Luego lo castigó poniéndolo a vigilar el patio de la casa donde estábamos. Durante tres días no lo dejó dormir. Un lunes en la mañana comenzó a vigilar y se le permitió dormir hasta el miércoles en la noche, sin droga, ni nada de truco.
Nunca pude platicar con el tipo que había ido a conocer, pero eso fue lo de menos, porque el jefe me ofreció tres mil pesos de sueldo semanal. Mi tarea: regresarme a Tampico y servir de guía a los choferes de las estacas. Las estacas son grupos de cinco o más sicarios que se dedican a cuidar los puntos, o sea, las casas de seguridad repartidas en cada ciudad donde tienen a los secuestrados. Los puntos también pueden ser las casas donde se vende o maquila la droga. Me eligieron de guía porque conozco la ciudad de memoria y muchos de las estacas son de Saltillo o Monterrey, y no conocen Tamaulipas. Otra de mis actividades obligatorias era preparar la comida, tener listos los radios y celulares, y pues estar a la disposición del jefe de estaca, ser como su novia. Terminé aceptando el trabajo.
Tortura
Los ataques de ansiedad me comenzaron dos meses después de mi detención, cuando me sentenciaron. La Policía Federal me detuvo en una casa de seguridad de la organización y de ahí me llevó al estacionamiento de un hotel en donde estaban concentrados todos los elementos de la corporación. Me interrogaron durante seis horas y cuando no les gustaban mis respuestas me golpeaban en la cabeza con el casco, con el puño cerrado y con la cacha de la pistola. Con la culata de la metralleta me pegaban en la espalda, por eso me quedó desviada la columna vertebral y me duele cuando hace frío. Necesito terapia física. Las primeras semanas en la cárcel no sentía la espalda, aparte, por ser nueva me tocó dormir en el piso un mes. Cuando llegaba mi periodo los dolores eran insoportables, tenía que inyectarme Ibuprofeno. En los cateos a las celdas nos han llegado a sacar al patio y sentarnos con las piernas abiertas y extendidas, en fila y con la cabeza agachada, una detrás de otra como si fuéramos fichas de rompecabezas, lo que hace que me duelan las cervicales.
Existen dos tipos de tortura: la física y la psicológica. La que más perdura es la psicológica. Pueden pasar dos o diez años y sigues teniendo secuelas. Desde mi detención me aterra ver a una persona encapuchada. Siempre había sentido una atracción morbosa por los uniformados. Decía: "¡Ay, los policías, los federales!" Luego suspiraba. Ahora le tengo pánico a los empecherados y vestidos de negro.
Tuve varias parejas sentimentales: un policía ministerial, un custodio penitenciario, un federal de caminos y un militar de la Marina Armada de México, que había estado conmigo en la preparatoria; él se encargaba del mantenimiento de los barcos que atracaban en el Golfo de México. Yo creo que andaba con uniformados porque me sentía segura, y en algún momento me llamó la atención trabajar en eso.
Nunca lo hice porque mi abuela, quien me crió, decía que era un trabajo para hombres, que era muy peligroso y que iban a cambiar mis preferencias sexuales. Yo le contestaba que nomás era algo que me gustaba.
De alguna manera siempre conocí las armas, pero no las disparaba. En la preparatoria hice el servicio social en un cuartel militar. Participaba en los programas de alfabetización del INEA y en campañas para cortar el pelo o plantar árboles. Aquí en la cárcel he aprendido a ver la violencia en todo lo que estoy obligada a hacer, en el uniforme que usamos, en las palabras que puedo decir y cuáles no, en cómo caminar. Se nos vigila que no le faltemos el respeto a las oficiales y a las autoridades, ni física ni verbalmente.
Familia
Mi familia es humilde, tienen una carnicería. Siempre hemos vivido con lo indispensable. Nadie tiene un título universitario, ni ha estado en la cárcel. Con mi mamá casi no estuve, siempre trabajó en otra ciudad, en el Departamento de Tránsito de Matamoros. A mi papá lo he mirado dos veces en toda mi vida, cuando tenía diez años y cuando cumplí 17; tiene otra familia y sé que sabe que estoy en prisión, pero no le importa. Cuando murió mi abuela yo tenía 21 años, prácticamente me quedé sola. Ella no me dejaba tener novio, no me dejaban salir a fiestas, ni a los bailes de la escuela. Me obligaba a vestirme muy conservadora, como señora. Nada de ropa muy ajustada, ni a la cadera, ni descubierta del ombligo, menos maquillaje; si hubiera sabido que fui sexoservidora, se vuelve a morir.
Casi no me gusta leer, solamente los libros de la universidad, cuando estudiaba. Eso sí, a diario leía el periódico; si encontraba un reportaje que me gustara lo terminaba, pero por lo regular leía la nota roja y los horóscopos. Las películas me gustan de comedia y de acción. La última vez que fui al cine miré Rápido y furioso III. De la televisión me gustan los documentales de tigres y jirafas. Ahora veo telenovelas, pero porque no hay otra cosa; no me agradan porque siempre es la misma trama. El rock pesado no me gusta, la música grupera sí: Intocable, Duelo, La Firma, Pesado, Poder Norteño. Todo lo que se oye del lado de Monterrey, música texana y de banda.
Detención
Tenía cuatro meses trabajando con la organización. Ya me estaban pagando cuatro mil pesos semanales más comida, transporte y saldo para el celular. Aún así estaba enfadada de lo que venía haciendo, me sentía mal y con mucho miedo. Ya me habían puesto una pistola en la cabeza, pero no me dispararon bala, nomás escuché: click. En otra ocasión uno de los jefes me cacheteó por desobedecer una orden. También me tocó ver cómo torturaban y mataban a palazos a uno de los contras. Una noche llegó mi amiga con los oídos reventados. Había estado en una balacera y las explosiones de las granadas le habían tronado los oídos. Los pies los traía hinchados y con llagas porque para escapar del ejército, toda la estaca había tenido que huir al monte y caminar muchas horas. Eran bastante las cosas que me espantaban. Lo peor fue cuando visité con mi estaca un rancho a las afueras de Ciudad Victoria. No me bajé de la Suburban, pero un olor como a pollo asado me llegó a la nariz y pensé que estaban asando. Uno de los sicarios me gritó que me bajara. Fui a donde estaba toda la operativa, y a punto estuve de perder el conocimiento. Tenían dos señores partidos en pedazos y trozo por trozo los estaban aventando a unos tambos con diesel.
La tarde de mi detención había salido a caminar al malecón de Tampico. Pensé en largarme lejos, donde nadie me encontrara, pero bien sabía que quien iba a pagarla sería mi familia; primero se desquitan con tus parientes y luego contigo. No se puede abandonar la organización Zeta. Siempre recuerdo a uno de los sicarios de una estaca con la que anduve trabajando. Una mañana despertamos y había huido, ya no estaba en la casa. A las semanas supimos qué le había pasado. Estaba enfermo de sida, era gay y uno de los jefes había iniciado una relación con él. Los dos huyeron a La Habana, Cuba, en busca de ayuda médica. Algunos dicen que sí logró curarse, no me consta, pero eso dicen.
Me terminé arrepintiendo y me regresé a la casa de seguridad. El que piloteaba la estaca me pidió que fuera a comprar comida porque llegarían tres sicarios más, aparte de los cinco que ya estaban ahí con nosotros. Voy al mercado, compro unas chuletas y me regreso a cocinarles. La casa en la que estábamos era grande, como de seis recámaras, y la verdad, trataba de enterarme lo menos posible de lo que ahí pasaba. Acabábamos de terminar de comer cuando se escuchan ruidos de carro afuera. Me asomo discretamente entre las cortinas y veo que es la Policía Federal.
Se hizo un desmadre. Todos empezaron a escapar brincándose la barda del patio de atrás. Mi jefe, dos sicarios más y yo, no alcanzamos a escapar. En mi caso no pude treparme por la barda. Pensé qué hacer y se me ocurrió esconderme en el baño y vendarme las manos y los ojos, pero no pude hacerlo bien. ¿Para qué quería vendarme? Había tres hombres secuestrados en la casa. Me habían dicho que si en algún momento llegaban a acorralarnos me hiciera pasar por una secuestrada colocándome unas vendas o poniéndome las esposas. Todo salió mal. Ahora estoy encarcelada.
Hace tres años que no veo el cielo de noche, porque después de la cinco de la tarde nadie puede estar afuera de su celda. Soy poco afectiva, no se me da mucho eso de abrazar a las personas. Hay compañeras que aquí en prisión se han vuelto muy cariñosas; pero es complicado porque aquí no puedes tener demostraciones de afecto, se malinterpretan y te castigan. A pesar de eso, he visto surgir relaciones de noviazgo entre algunas, que no son lesbianas, pero me imagino que lo hacen por la soledad, siempre se necesita que alguien te levante el ánimo y te diga bonitas palabras.
En los tres años que tengo aquí nadie me ha visitado, ni creo que lo hagan. Alguna vez ha venido el hijo de alguna compañera de visita y eso me pone sentimental. Hablo con mis tíos dos veces por semana porque ellos adoptaron a mi hijo de seis años, con él hablo cada que se puede ya que cuando tengo oportunidad de usar el teléfono es en la mañana y él está en la escuela. Cuando logro comunicarme con mi hijo le platico que trabajo en el extranjero y que por eso no puedo verlo.
Cuando salga de aquí tendré cincuenta y dos años. De no haber sido Zeta me hubiera gustado ser una atleta que compitiera en las olimpiadas o una patinadora sobre hielo de esas que salen en la televisión.
Nunca estuve en las instalaciones de la SEIDO, ni en el Centro de Arraigo.
Solamente pisé las instalaciones de la Policía Metropolitana, que es una policía municipal. Tres días después me llevaron al aeropuerto y me subieron a un avión, con los ojos vendados. En el aire pensaba que nos íbamos a estrellar contra el suelo o contra otro avión. De pronto estaba en Baja California. Durante el trayecto nos decían que íbamos para Veracruz, pero por supuesto que al llegar a esta ciudad, sabíamos que era otro lugar. Nunca había salido de mi ciudad, lo más lejos había sido a Monterrey. Un agente se apiadó de mí y me dijo en qué parte de México me encontraba. "Estás a tres días, en carro, de tu ciudad", me dijo. De Tamaulipas hacia acá hicimos escala en Hermosillo. Miré puro desierto y me pregunté sí estaba en el Sahara. Nos dejaron solos unos minutos en la pista. Pensé en escapar, pero miraba puro desierto y me preguntaba: ¿A dónde corro?, ¿y si me disparan por la espalda? Llegué a la cárcel y dos meses después estaba condenada a veinticinco años de prisión y una multa de 117 mil pesos. Al saber que era zeta me hicieron sentir como una prisionera realmente peligrosa, como la peor delincuente.
Antes de marcharse a su celda, Sandra me obsequió una pulsera que tejió a mano con hilo de color negro y rojo. Tiene bordada la imagen de un puma de la marca del mismo nombre. El oscuro felino salta un obstáculo invisible. Manualidades como ésta forman parte del catálogo que la madre de una de las internas vende en Puebla, como una manera de apoyar económicamente a las reclusas. Tres días después de nuestra entrevista, Sandra, sufrió un ataque de pánico que le paralizó las piernas y los brazos, y la llevó a pensar que está muerta o en el limbo.
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Re: Testimonios de mujeres zetas: 1, 2 . . . 5.- María . . . .
Testimonios de mujeres zetas: 5.- María
JD
JORGE DAMIÁN MÉNDEZ LOZANO
Nov 24 2016, 6:00pm
Ilustración por Fernando Corona.
"Te relacionan con las narcofosas de San Fernando, Tamaulipas", le suelto a María, "más de 200 cadáveres", agrego. Ella fija la vista en la pintura amarilla que delimita la cancha de volibol sobre la que nos sentaron en un par de sillas. Que la vida se pudre apenas los ojos se cierran para estornudar o que por el contrario, se deteriora lentamente como las mazorcas de maíz, son hechos que le constan. Porque la senda que trajo a María a prisión se construyó poco a poco, pero también de un putazo. Uno solo.
"Mi vida en libertad valió madres cuando fui a trabajar a Tijuana, tenía 15 años; pero también se fue a la chingada cuando tenía 18 y agarré un aventón hasta Reynosa", confiesa con ternura. Parece una caja de zapatos cuando la abrimos y está vacía.
Estamos en el interior de un Centro de Reinserción Social de Baja California. María no tiene sentencia condenatoria, pero lleva cuatro años encarcelada. Flota en el limbo. Calcula una sentencia de 30 años por los delitos de secuestro y delincuencia organizada. Convencido de que detrás de la verdad siempre hay un chingo de verdades más, el testimonio de María tiene el objetivo de conocer los distintos acontecimientos que, a lo largo de su vida, la han sometido a una incesante metamorfosis que ha desembocado en su reclusión. Un día fue niña, ¿qué fue lo que pasó después?
MARÍA
Al igual que su familia, María, nació en el estado de Veracruz, en un municipio a tres horas de distancia de Tampico, Tamaulipas. Su papá se marchó de la casa cuando ella tenía cinco años, nunca lo volvió a mirar, aunque sabe que está vivo. Su mamá se dedica a limpiar casas. Tiene cuatro hermanos. El más grande cocina carne al carbón en un restaurante. Otro trabaja en Telmex como reparador de líneas de teléfono, mientras que su hermana es guardia de seguridad en Autobuses de Oriente. El hermano menor, por su parte, está entregado al Resistol 5000 y a los solventes.
Tenía 11 años cuando una tarde su mamá la quiso madrear con un garrote por negarse a trapear el baño de su casa. Se salvó corriendo. Trotó con tal ahínco que llegó a una plaza al extremo opuesto de la ciudad. Esa noche durmió en una banca como un gato sobre el capacete de un auto. En la madrugada la despertó un niño. El Tuti. "¿Por qué duermes aquí?", le preguntó. "Porque me pega mi mamá", contestó. Al tiempo, el Tuti y varios niños más, que también sobrevivían en la misma plaza, se convertirían en su familia. Robaban para comer, comprar mariguana y chemo. María estuvo en situación de calle hasta que volvió a su casa a punto de cumplir 15 años. En aquellos días empezaba a consumir piedra de cocaína con regularidad. Una vecina, cinco años mayor, le platicó que en Tijuana el trabajo de cuida-niños y personas adultas sobraba.
"Estoy yendo seguido, la paga es en dólares, vamos", propuso su vecina. María se emocionó y pidió permiso a su mamá. El distanciamiento entre ambas solamente pudo hornear una fría respuesta: "puedes ir, haz lo que quieras".
Partir a la frontera significó conocer al Chava y viajar con él y la vecina. Se fueron al Distrito Federal en auto y de ahí a Tijuana en avión. Voló por primera vez. Adentro de la aeronave la infinidad de suelas de zapato de la tripulación le recordaron sus viajes en transporte público en la ciudad de la cual no había salido jamás. A diferencia de lo dicho en un capítulo de Los Simpson, para María, Tijey no es el lugar más feliz del mundo, sino una especie de castigo eterno. Un báratro que marcó su vida para siempre.
LA MEMORIA ES UNA PISTA DE CIRCO CUBIERTA DE NEBLINA
Aterrizó el avión en Tijuana y me llevaron a una casa. Pasaron dos días, después seis y nomás decían que pronto cuidaría a los niños. Una noche llegó el Chava con otro señor. "Tenemos mercancía nueva para trabajar",escuché que le dijo. Quise hablar con mi mamá y no dejaron que lo hiciera. Intenté escapar y me fue como en feria; recibí una golpiza.
"¿Pa' qué te haces pendeja si ya sabes a lo que vienes? Cámbiate de ropa, te irás a trabajar", gritó el Chava y aventó a la cama una minifalda y una bolsita con pinturas. Fuimos a una calle entre la número Dos y la Cuatro de la zona Centro. Para que no escapara colocaron a pocos metros a dos señoras que también se prostituían; eran las amantes del Chava, con las dos vivía y tenía hijos. Así sería siempre. Cuando ellas no cuidaban, lo hacía un señor que se hacía menso en la banqueta de enfrente, pero vigilando que no escapara. En la mañana, el Chava pasaba por mí. En una habitación al fondo de la cuartería tenía que cambiar la ropa de trabajo por un pantalón y una sudadera; eran las únicas prendas que tenía que no eran de puta. Después regresaba al cuarto donde me encerraban; ahí dormía, me alimentaba y esperaba la noche para regresar de nuevo a la banqueta. Del dinero que ganaba nada era para mí. Así fue mi vida durante un año. Tanto era el miedo que no me animaba a pedir ayuda a la policía que pasaba frente a mí.
La primera vez que fui detenida en una redada tardé más en llegar a la comandancia que lo que el Chava tardó en aparecerse. Una de las señoras le avisó. Llegó diciendo que yo era su esposa y que todo era un mal entendido. Fue raro que los policías dejaran que me fuera. Tuve la intención de aclarar todo, pero estaba tan traumada que me callé. La segunda vez que quise escapar de nuevo hubo golpes, pero empezó a dejar que hablara con mi mamá; sólo podía decir que todo estaba bien.
Mi mamá recibía mil pesos al mes para que no sospechara; se supone que yo los mandaba. Un mañana, el Chava, entró a mi cuarto para usar el baño. Puso su celular sobre la estufa y aproveché para mandarle un mensaje pidiendo ayuda a un noviecillo que tenía en Veracruz. El Chava se dio cuenta y con la botas vaqueras que usaba me pateó en las costillas y las piernas. En la cara no recibí golpes.
"¿Qué edad tienes?", me preguntó un cliente que vio los moretones de la golpiza. "Tengo 19", contesté, pero no me creyó. Habían falsificado un acta de nacimiento y con esa había obtenido mi credencial en el IFE. "¿Por qué mientes? ¿Trabajas por tu voluntad?", siguió interrogando. Le expliqué que me gustaba lo que hacía. Insistió y ya no aguanté la mentira. En esos días había pensado en quitarme la vida; faltaban 15 días para navidad. Le platiqué que si escapaba podrían matarme o hacerle daño a mi familia. "Te voy a ayudar", dijo y lo juró con los dedos.
Salimos del cuarto. Hablé con una de las señoras que vigilaba. Expliqué que el cliente quería pasar la noche conmigo en un lugar más cómodo y limpio. Nos dejó ir a un hotel que estaba como a cien metros, el cliente tuvo que dejar una identificación y pagar mil pesos; normalmente cobraba 300.
"En cuanto pare un taxi te subes", me dijo el cliente mientras caminábamos. Las piernas me temblaban. Paró un taxi, nos subimos y escuché a la señora gritar. Llegamos hasta un hotel como a diez calles.
Con ese cliente viví cuatro meses en el fraccionamiento El Águila. No quise regresar inmediatamente a Veracruz por miedo a que el Chava buscara venganza.
Dos meses después de haberme juntado con el cliente quedé embarazada. Un día fui al crucero de la 5 y 10 a comprar unos dulcecitos enchilosos; tenía muchos antojos. Iba caminando cuando creí ver la camioneta del Chava, ¡y sí era! Nos vimos a los ojos y rápido bajé la cabeza. Volteé y vi que daba la vuelta. Apresuré el paso y empecé meterme entre la gente; otra vez huí en un taxi. Duré dos días sin asomarme por la ventana ni salir de la casa. No sabía si me había seguido.
Embarazada regresé a mi ciudad porque me dijo mi mamá que habían apuñalado a mi hermano menor 20 veces en un pleito callejero. Fue un error, se habían equivocado los de la morgue. Total que nació mi hija. Se cerraron las puertas, no sabía qué hacer. No había terminado la primaria, no conseguía trabajo ni tenía el apoyo de mi mamá. Típica historia: saliste embarazada, hazte responsable tú solita; una niña cuidando a otra niña. Entré a una tortillería, ganaba 500 pesos a la semana.
Agarraba dos taxis que hacían que gastara 200 pesos a la semana. Con los 300 que sobraban debía comprar leche, pañales, comida y pagar renta. A los tres meses, una sobrina de la dueña de la tortillería ofreció darme trabajo de mesera en el bar La Preferida, que ella administraba. Acepté porque tenía la identificación falsa de mayor de edad que me habían dado en Tijuana.
Solamente era mesera, pero si aceptaba cervezas, con eso ganaba una comisión. El primer día agarré mi buen dinero. Salí hasta las chanclas de ebria, pero lo primero que hice fue comprar leche y pañales para mi niña. Tenía 16 años. Ganaba mil, dos mil pesos diarios entre propinas y comisiones. A veces al cliente le caes bien y te pregunta por qué estás trabajando en un bar; le platicas tu historia y se conmueve.
"Ten este dinero para le compres algo a tu bebé o para que te compres algo tú", decía algún cliente.
Cuando comencé a trabajar en los bares, el narco no era tan descarado. Después eran frecuentes las peleas y los disparos. Fui testigo de cómo le volaron los sesos de un balazo a un cliente del bar por una discusión de futbol y como a otro lo mataron a patadas porque le quito la silla por error a otro. Cuando llegaba la policía anotaba pendejadas y la ambulancia recogía los cadáveres. Y ya. Todos quedaban tranquilos o resignados cuando sabían que los asesinos trabajaban para la delincuencia; por primera vez comencé escuché qué eran los Zetas.
La clientela ya no se paraba en los bares a tomar. Yo estaba ahí por el dinero, por traer bien vestidas a mis hijas y también porque soy ambiciosa. Pero ahora ganaba sueldo mínimo. Llegaba a mi casa con 200 pesos que no servían para nada. Comencé a irme a las cantinas de Tamiahua, un pueblito pequeño junto al mar del Golfo de México, a dos horas de mi casa; recibía comida y hospedaje gratis, vivía en las cantinas, como quien dice. Dos semanas iba y dos me quedaba en casa con mi hija.
Una de las veces que regresé a mi casa andaba comprando unas sandalias en una zapatería y me encontré a una de mis compañeras de La Preferida, comprando unas botas de tacón.
"En Reynosa están pagando bien, vengo de allá, traje mi buen dinero, si quieres vamos", le contesté que ok, que fuéramos. "No te vayas, está lejos Reynosa, aquí vemos cómo le hacemos pa' salir adelante; recuerda que tiene dos hijas que te esperan", dijo mi mamá. "15 días y regreso", contesté. Porque cuando me monto en mi caballo aunque sea blanco para mí es verde. "No te vayas, piensa en tus hijas", me insistió; bien dicen que las mamás siempre tienen la razón.
DENTRO DE UN AK-47 UNA BALA TIENE TU NOMBRE
El parte informativo de mi arresto es una película de acción. Que yo era la Güera, una pesada. Que andaba en una caravana de camionetas blindadas con un arsenal, que porque Golfo y Zetas se estaban disputando quién se quedaba en San Fernando y quién en Ciudad Victoria. Pero esas son mentiras, la verdad es otra. Ahí va: no le hice caso a mi mamá y me fui a Reynosa de aventón en un tráiler junto con la amiga que me había invitado. Estuvimos una semana y nos regresamos; no pude trabajar porque no llevaba credencial de elector; la que usaba en Tijuana no me gustaba porque tenía otro nombre. Regresamos de raite con un chofer de 60 y tantos años, muy amable. Nos invitó la comida y nos dio 600 pesos para el transporte; pero nos bajó en San Fernando, Tamaulipas. Ahí tomamos un autobús de la línea División de Oriente. A la salida del pueblo estaba un retén de la Marina Armada de México.
Nos bajaron a todos los pasajeros del autobús. Un marino nos pidió las identificaciones. "No la tengo, apenas cumplí 18 años y no he tramitado mi credencial del IFE", expliqué. Mi amiga sí traía identificación, pero el militar dijo que revisaría los datos de nosotras en la computadora y que luego nos podríamos ir.
De repente dejó subir a todos los pasajeros. "¡Oiga, se nos está yendo el autobús!", le dije al marino muy desesperada, casi gritando. Ahí comenzó la pesadilla. No creían que decía la verdad. Hicieron que le hablara a mi mamá por teléfono para corroborar; ella pidió que le dijeran dónde estábamos para llevar algún documento con mis datos; pobrecita, estaba muy desesperada.
"Sí señora, ahorita llega su hija", dijeron los marinos. Supe que ya no me dejarían ir. Le pedí a mi mamá que se cuidara mucho, porque tiene azúcar, diabetes; también le pedí que cuidara a mis hijas.
MARINELOS
Los marinos preguntan pero les vale madre tu respuesta. Ellos lo que quieren es que confieses lo que a ellos se les ocurra, y para eso torturan. Tienen todo un equipo.
Está el de inteligencia ―que es el que interroga―, el kaibil ―que es el especialista en aplicar tortura― y los marinelos ―que nomás hacen bulto, pero que también te dan golpes con las manos o patadas. Amenazaban con mandarme a Matamoros para que los Golfos me dieran piso, porque esa cárcel es de ellos. Nos vendaron los ojos y pusieron cinchos en las manos y en los pies. Primero se la llevaron a ella; regresó llorando; supe por qué hasta que fue mi turno. Pedía que se acabara todo, ya no podía más, estaban lastimándome mucho, no por los golpes sino porque no sé cuántos marinos me violaron.
Los tatuajes que tengo de la Santísima Muerte en las pantorrillas ayudaron a que pensaran que era de los Zeta. "¡Bien que tienes el sello de los Zetas, pero niegas trabajar con ellos, pinche mugrosa!", gritaban los marinos y al mismo tiempo, con el casco, golpeaban mi cabeza y hombros. Para ellos la Santa Muerte es el sello de los Zetas y el San Judas Tadeo, el del cártel del Golfo. Si te ven tatuajes te toman por delincuente. Yo conozco a la santísima desde niña. Los tatuajes me los hice tres meses después de tener a mi segunda hija, tenía 17 años.
Las torturas son variadas. Te ponen la bolsa en la cara y te asfixian; en tu nariz meten chile Tajín con agua mineral, o te ponen un trapo en el rostro y por la nariz te echan agua para que te ahogues. También me dieron toques eléctricos, pero no con una maquinita como las que usan en los bares como diversión. Ellos pelan un cable, lo enchufan y te lo ponen en distintas partes; se siente horrible.
PIEDRA DE COCA
Nunca fui de los Zetas, pero sí tenía relación con los tenderos ―los que venden droga en los puntos de venta―, con los comandantes ―máxima autoridad de una ciudad o región― y los halcones ―responsables de vigilar y reportar los patrullajes militares y policiales en las calles.
En libertad era muy adicta a la cocaína. "Véndeme o fíame", le pedía a los tenderos. Terminé agarrándoles cariño porque me fiaban y se portaban buena onda. Si estaba en el bar trabajando o andaba por las calles de la ciudad y miraba movimiento de militares les advertía con un mensaje: "no vengan para la zona de bares, andan en operativo los marinos. Los soldados van de bar en bar revisando a todos, hasta a las mujeres".
"Métanse al baño y desvístanse, las vamos a revisar", decían las mujeres militares. Mi mentalidad es que los marinos, si se les antoja, te matan y desaparecen. Y como digo, te acostumbras a ver a los tenderos como gente de familia que, aunque trabajen vendiendo droga, al otro día andan comprando ropa y zapatos para sus hijos o comida para la familia. Sé lo difícil que es no tener dinero ni para pagar la renta del cuarto donde vives, por eso les avisaba si veía militares en las calles.
"Vente a trabajar, vas a ganar bien", me invitaban algunos amigos Zetas. Querían que anduviera de halcona o que estuviera en una casa de seguridad cuidando personas. Decía que no, que prefería, con el perdón de la palabra, andar de puta que en la delincuencia; de puta yo sé cuánto gano, a quién soporto y a quién no; no me gusta que me manden o cuestionen. Recuerdo y siento coraje. Si ando de delincuente y me agarran los soldados van a hacerme hasta lo que no, pensaba.
¡Puta madre!, de todos modos terminaron torturándome por todo lo que me negué a hacer. A veces estoy en mi bunker y me estoy riendo sola como pendeja.
TABLEAR Y AMARRAR
Los que venden en los puntos ―tiendas de droga― pueden ser tableados por varias razones: que se droguen o emborrachen en horas de trabajo, que no obedezcan las órdenes que se les dictan y hagan otras, o que no vendan en el horario de trabajo cierto número de piezas de cocaína y/o mariguana; se les puede dar unas horas más para que alcancen a venderlas, pero si no, los tablean. También te pueden tablear por no halconear bien; a mi amiga con la que fui detenida, y que está presa en Nayarit, le reventaron el culo a tablazos por emborracharse, quedarse dormida y no halconear en su horario. Otro más, el Lalo, un amigo tendero, marcó un día a mi celular y dijo: "güey, ¿dónde estás?, hazme un paro, tráeme unas planas, alcohol y gasas; estoy en el motel El Secreto, cuarto 33".
Llegué al cuarto, toqué y abrió la puerta. Vi que estaba enredado en una toalla, sin camiseta y descalzo. "Güey, ¿estás con alguien o quieres pedo conmigo? Porque la neta no mames, somos amigos", le dije. "Estoy solo, ayúdame", rogó. Seguí sin entender para qué me había encargado el material de curación, hasta que caminó a la cama y vi con atención la parte de atrás de sus muslos.
"Agarré la borrachera ayer en la noche y no pude parar de meterme coca, consumí 25 piezas de las 100 que me dejaron, recibí diez tablazos", me dijo. "¡Ándele por pasado de lanza, pero bien que se anda metiendo las piezas de coca!", le contesté viéndole la carne de las nalgas color verde con negro. Sentí asco.
"Sin acá, no te quiero seducir, mejor hazme un paro, dame agua, las pastillas, ábreme las nalgas y cúrame, por favor", ¡me pidió que le abriera las nalgas, pobrecito!
Es que los tenderos no pueden drogarse ni tomar alcohol en horas de trabajo.
Aunque repongan de su bolsa lo que consumen, así hayan sido dos piezas, los chingan, los tablean. Pueden comprar de su propia droga, pero en día de descanso. Tienen que andar al cien por ciento mientras trabajan; por eso cae el Erre de sorpresa, para torcerlos haciendo cosas indebidas.
Te dan cinco tablazos y la carne se pone morada; si te siguen dando la piel se revienta. La tabla tiene hoyitos, chupa la carne, la rompe; la sangre se coagula y quiere salirse. Lalo iba al baño y sentarse era un tormento, así duró una semana, pero para que se le quitaran los coágulos duró como un mes. Al otro día ya estaba trabajando, porque si no, los amarran con soga, por no trabajar. Si los agarras de buenas te amarran de manos y pies una semana. Te pasean en la cajuela de la camioneta en pleno calorón y nomás te despegan la cinta adhesiva de la boca para darte agua con un popotito. ¿Por qué más te amarran? Por desobedecer órdenes.
Puedes orinarte o cagarte en tu ropa, pero no te desamarran para que te limpies hasta que cumplas con la sentencia. Si los agarras de malas te avientan en una casa un mes y nomás te llevan agua y un pedazo de pan para que no te mueras.
NOMBRE DE GUERRA
Le llamamos nombre de guerra al que usamos para trabajar en la prostitución. Se llama de esa manera porque es el que usamos para luchar y sobrevivir. El mío era Cristy. Tuve algunos novios. Por ejemplo, anduve de novia con un Erre de los Zetas. Un Erre se encarga de repartir la droga y checar que cada vendedor esté en su horario en los puntos de venta que están en toda la ciudad; hacen cuentas del dinero ganado, revisan cuántas bolsitas se vendieron, como si fuera corte de caja.
Un Erre conoce a todos los vendedores de droga de la ciudad y si sabe de alguien que vende por fuera de la organización, le dan un levantón y lo matan. Veracruz es de los Zetas y nomás como un diez por ciento es del Cártel del Golfo.
Al Erre lo conocí un fin de semana que agarré la parranda con tres amigas, en un río en Zacate Colorado, Veracruz. Andábamos baile y baile. A unos metros estaba él con sus amigos. Era muy aventada en cuestión de desmadre. Le aposté a mis amigas que me aventaba un clavado con ropa; no me creyeron, pero lo hice. Cuando salí del río vi que dos de mis amigas estaban muy acarameladas con unos tipos: cerveza en mano y toda la cosa.
"Aquel fulano quiere conocerte, le hablé de ti y ya sabe que no traes pareja", dijo mi amiga, la que llevaba el coche. "¡No manches", contesté, "te pasas de lanza!, ¿qué tal si quieren matarme o hacer algo y tú soltando la lenguota?" El fulano se acercó y empezamos a platicar. "¿A qué te dedicas?, ¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?", me interrogó. "¡Puta madre!, ¿eres investigador o qué?", le contesté y los dos reímos; "a ver, ¿tú a qué te dedicas?", pregunté. "Eres amiga del Lalo ¿no?, el que vende perico", dijo haciendo como que se metía una raya de coca, "pues yo soy su jefe, soy Erre". ¡En la madre! Se borró la sonrisa de mi boca, no supe bien qué era un Erre, pero sabía que era otro nivel. Convivía con halcones y tenderos, pero más arriba no. "No te espantes, no voy a hacerte daño, tu amiga me comentó que eres reloca", ¡pa'su máquina, sentí coraje, hablaba de más mi amiga! "¿Quieres una cerveza, un pase de coca?", preguntó. "Órale pues, nos chingamos el pase", le respondí.
Antes de que se fuera le di mi número de celular. Empezó una bonita amistad que luego se volvió una relación amorosa que terminó en nada. Cuestionaba mucho: "¿Dónde estás? ¿Con quién? ¿Qué vas a hacer?" Eso no va conmigo, no podía moverme libremente, sentía que era un león enjaulado. Aparte, las cosas estaban muy calientes con él. Una vez nos escondimos una semana en un hotel porque lo andaban buscando para matarlo unos policías federales. Y como yo andaba muy enganchada en la cocaína, y como con él no me costaba, pues andaba de cabrona en el mitote. Terminó pagando el dinero que debía y se salvó el pellejo.
En otra ocasión lo visité en uno de los puntos que abastecía de droga; tenía 15 minutos de haber llegado cuando recibió una llamada a su celular; colgó y muy desesperado dijo: "vete, van a chingarnos, van a caer los soldados". Lo peor es que ese día traía a mi hija porque había dicho que la quería conocer. Lo bueno es que siempre le avisaban de los operativos, pero de todos modos se hacía un desmadre.
Rompimos relaciones. ¿Qué tipo de vida a mí y mis hijas nos esperaba junto a alguien así? Un par de veces fue a visitarme al bar en donde trabajaba. "Ven", rogaba y chingaba, "vamos a hablar. Hay que volver a ser novios", pero le contestaba que mejor quedáramos como amigos. La última vez que lo miré quiso quebrarme una botella en la cabeza, pero no me dejé. Supe que lo había levantado el ejército y le habían puesto una calentada, pero lo habían soltado. Sigue trabajando de lo mismo.
SEXO, DROGAS Y ALCOHOL
Cuando la ciudad está llena de militares, federales o marinos, la gente de la compañía no sale a las calles y se queda en casas de seguridad. Mandan traer mujeres que ya las tienen ubicadas. "Tráeme a tal y tal mujer de tal bar", dicen los mandos. Una madrota se encarga de pasar por ellas. "Por órdenes del comandante fulano se vienen conmigo, agarren su ropa y acompáñenme; van a pagarles bien, nada les pasará, al rato regresan", decía la madrota, según ella, por las buenas.
Las primeras dos veces me negué a irme con ella. La tercera ya no fue la madrota quien quiso llevarme, sino uno de los sicarios. "Bueno, ¿qué te estás creyendo, te crees muy vergas o qué chingados pinche perra?", puso su pistola en mi cabeza.
"Tengo temor de ya no volver, de desaparecer", le contesté. "¡Vale madres, es una orden y la cumples!", me gritó. Te tratan como si fueran tus dueños, te obligan a hacer cosas que no quieres y las haces por miedo a que te maten. Se juntan a todas las mujeres y las llevan a la casa de seguridad. Hasta cierto punto puedes ver el camino, pero de determinado punto en adelante te echan una playera encima de la cabeza y te piden que cierres los ojos, que no voltees, ni tratas de mirar la ubicación del lugar; de repente estás adentro de una casa con un chingo de cabrones armados. "Si quieren que me quede varios días está bien, pero dejen avisarle a mi familia", les pedía. Daba el número de celular de mi mamá y ellos marcaban para asegurarse de a quién marcaba.
"Señora, ¿es usted la mamá de Cristy?, se la comunico. Mamá, voy a llegar en cinco días, cuida a las niñas, luego te platico", le explicaba. Tres veces fui a las casas de seguridad. Las fiestas duran tres, cinco días, hasta una semana. Mucho sexo, drogas y alcohol. Haces cosas de las que no quieres acordarte. Pero al menos te dejan avisar que estás viva y que volverás. Al final no son tan culeros; aunque supe de casos en donde las mujeres no volvían.
COMANDANTE GALO
"¿Cuánto cobras por irte conmigo?", me preguntó un señor muy malo, pero muy guapo. Llegó al bar y me sentó en su mesa. No sabía quién era, jamás hacía salidas, porque cuando trabajas en un bar nadie te respeta, eres mujer de la calle, no vales nada, te matan y a nadie le importa; siempre del bar a mi casa.
"Te voy pagar muy bien", insistió y puso bajo mi nariz una paca de billetes que sacó de la bolsa del pantalón. Finalmente va a pagarme, pero ¿y si quiere matarme?, pensaba. "No puedo salir, el patrón no lo permite", contestaba para que me dejara en paz. Andaba muy loco, a cada rato se levantaba al baño y volvía con los ojos cristalinos; se atascaba mucha coca. Con una servilleta le limpiaba la nariz. "¡No me limpies! ¿Qué no sabes quién soy?", gritaba encabronado. "No sé quién eres, ¿quién eres?", le preguntaba, pero se quedaba callado. De repente hablaba cariñoso y acariciaba mi brazo y después estaba jaloneándome. "Cálmate, contrólate", le pedía. "Te vas a ir conmigo ya", habló con fuerza y se paró a la barra a hablar con Javi, mi patrón.
No sé qué se dijeron, pero mi patrón hizo una seña de que fuera a la barra mientras el otro fue al baño a meterse más coca. "Qué más diera yo porque no te hubiera echado los ojos", empezó a decirme mi patrón, con tono de abuelo, "te recomiendo que te vayas con él y no lo contradigas; si dice que es rojo aunque tú sepas que es azul síguele el rollo; es muy sanguinario, es el comandante Galo de los Zetas".
Por temor, mi patrón, no le cobró mi salida del bar. "Diosito cuídame", me encomendé. Por mi cabeza pasaba mi mamá, mis hijas, mi hermana. Nos fuimos en una camioneta que manejaba como loco; dos estacas (guardaespaldas) iban en el asiento de atrás, llevaban cuernos de chivo y granadas de las que le dicen piñas.
Terminamos en un motel. No quiso sexo, sólo que estuviera tomando y drogándome con él. No más cocaína, ni alcohol, pensaba, pero ¿y si le digo que ya no quiero y enloquece?, imaginaba mil cosas.
Seguimos inhalando y tomando cerveza hasta la mañana; él se empezó a quedar dormido. "Acuéstate a mi lado", me abrazó muy fuerte y no pude zafarme como en cinco horas. Cuando se despertó quiso llevarme a mi casa, pero se dio cuenta que le tenía pavor y que no quería que supiera donde vivía. "¿Qué acaso te hice algo anoche?", preguntó, pero no contesté. Solamente pensé: ¡Nombre! ¿Qué tal si se quiere pasar de verga con mi familia? Propuso ir de compras al centro de la ciudad. Sin estacas, sin camioneta ni armas; se fue limpio, nomás se llevó su credencial de elector; agarramos un taxi. Me pagó cinco mil pesos por mis servicios y compró el mandado para mi mamá; zapatos, leche y pañales para mis niñas y hasta un celular para mí.
Dentro de todo tenía buenos sentimientos. Lo malo es que a huevo quería saber dónde vivía. Estaba resignada, ya íbamos en taxi a mi casa cuando, por obra de Dios, le hablaron diciendo que había una emergencia. "Tengo tu número, y tú el mío", había hecho que apuntara un número de los cuatro teléfonos que cargaba, "cuídate mucho, te voy a marcar", advirtió. No quiero el celular, aunque me conviene, pensaba, es mejor llevármela tranquila y seguirle la corriente.
Pasó un mes, creí que cambiándome de bar ya no le vería. De La Preferida, pasé a La Buena Vida. Una noche estaba comiendo unos Ruffles verdes cuando entró al bar y me vio. Las piernas comenzaron a temblarme, sentí un infarto; el celular que me compró para comunicarse ni lo había sacado de la caja ―mi mamá me recomendó que ni lo tocara― seguía con uno de 300 pesos del Oxxo. Va a matarme o mínimo una desgreñada, pensé. Tres veces mandó a que fuera a su mesa con una de las muchachas. A la tercera de no ir, una compañera me pasó el mensaje: "dice el comandante Galo que si no vas a su mesa viene por ti". Fui a su mesa. "¿Qué no te acuerdas de mí? Soy inolvidable", fue lo primero que escupió. Intenté hacerme pendeja como que no recordaba, pero no pude, a la vez me gustaba y daba terror.
Perfectamente recuerdo que iba vestido de tejana, cinturón, botines y una camisa vaquera negra con gallos de pelea bordados en las bolsas; se miraba alineado, muy guapo. Nuevamente no quise irme, pero terminé yéndome con él. Tuvimos sexo, nos metimos coca y tomamos whisky.
Cuatro meses después hubo un enfrentamiento entre los Zetas y el ejército; salvé el pellejo de milagro. Esa noche había quedado de recogerme en mi trabajo que estaba en el centro de la ciudad. Disque iba a pagarme mucho dinero y la chingada; ahora sí que era su juguetito, su diversión; para ellos las mujeres son eso. A las nueve estaba a dos calles del bar, iba casi llegando, cuando vi que donde están los cuatro semáforos, de un lado venía el ejército y del otro, Galo y tres camionetas más; se empezaron a dar con todo; les valió madres que hubiera gente que no tenía nada que ver; se chingaron a cuatro inocentes. Di en reversa para atrás y me escondí dando la vuelta a la esquina. Al otro día en el periódico leí: "Delincuentes y soldados se tirotean y se matan". En una de las fotos salió él hecho papilla. No le deseo la muerte a nadie, pero de cierta forma sentí tranquilidad. Porque cuando un hombre se obsesiona con una mujer es una tortura, nunca sabes a qué hora se le va a votar la canica.
SAN FERNANDO
Del cuartel militar de San Fernando nos llevaron con los ojos vendados a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SIEDO) en la Ciudad de México. Una voz de femenina gritaba: "¡Pinches mugrosos! ¡Pinches asesinos! ¿Cómo se atrevieron a matar a tanta gente inocente?" Como a las tres horas de haber llegado me retiraron la venda y supe que habían pasado cuatro días desde mi detención en el retén. El cuerpo me dolía como si lo hubieran masticado: el dedo medio del pie izquierdo lo tenía quebrado en dos partes, las costillas inflamadas, el tabique de la nariz hinchado y moretones en las piernas; aparte no escuchaba porque con la mano abierta golpearon mis orejas al mismo tiempo como si aplastaran una lata de aluminio. Llega un momento en el que ya no puedes, son demasiados los golpes; "mejor mátenme", pedía. Un marino se divertía poniéndome la pistola en la boca o le gustaba que agarrara con las dos manos el cañón de la metralleta y la colocara en mi frente.
En la SIEDO un ministerio público tomaba mi declaración cuando entró a la oficina un marinelo encapuchado. "Dame las hojas", le dijo al licenciado. "Vas a firmar aquí y aquí", me dijo señalando dos puntos en un par de hojas de papel. Las agarré, firmé y devolví. El marino las leyó, se quitó el casco y comenzó a golpearme la cabeza; el ministerio público se volteó para no ver. "¡Firma con tu nombre verdadero, pendeja!", había firmado con el nombre que tenía en la IFE que me habían dado en Tijuana.
"¿Y por qué voy a firmar si están en blanco?", contesté. "¡Ah no vas a firmar, hija de tu puta madre! Préstamela, ahorita la traigo", le informó al ministerio público.
Pasamos por un patio donde había tres filas como de 20 personas sentadas como cebollitas, uno detrás de otra, con plásticos en las manos y vendas en los ojos. Con ellos estaba sentada cuando la voz femenina nos gritaba: "¡Asesinos!" Todos eran hombres y nomás cinco mujeres: una estaba embarazada y se la llevaron a Tijuana, otra a Mexicali y a las demás a Nayarit; lo supe después. El marino me metió a un baño, me cacheteó y amenazó con hacerle a mi hija lo mismo que a los cuerpos de las fosas de San Fernando. Tanto era mi daño psicológico que me bloqueé y firmé las hojas en blanco.
De la SIEDO me llevaron al Centro de Arraigo. Tuve que usar un pants gris y una camiseta roja, el color que le dan a los arraigados por secuestro y delincuencia organizada. Fui notificada que estaría 40 días bajo arraigo. Habían pasado dos semanas después de mi detención y apenas podía usar el teléfono para hablar con mi familia. Hablé a mi casa. Cuando pensé que las cosas ya no podrían ser peores me dijo mi mamá por teléfono:
"Mija, vino a buscarte un hombre pelón, alto, de barba, dijo que se llama Óscar, preguntó dónde estabas y que si sí trabajarías con él. No supe que decirle; quedó que regresaría después", dijo mi mamá luego de platicarle dónde estaba y el por qué estaba detenida. ¡Puta madre! Ya sé quién fue a buscarme, comencé a recordar.
Días antes de mi detención había estado trabajando en Tamiahua, el pueblito cerca del mar. Estaba sentada en la barra cuando llegó un señor pelón, alto, de barba y mirada de maldito; sentí la vibra del demonio. Se sentó en una mesa y me habló.
"Tráeme un agua mineral, por favor, y una cerveza para ti", creo que andaba crudo. Me senté con él y comenzamos a platicar. "¿Cuánto tiempo tienes trabajando aquí?" Le contesté que mes y medio. "Y, ¿de dónde eres?" Le dije de Poza Rica. "¡Ah, eres de donde están los mugrosos! ¿O me vas a decir que no conoces a los pinches mugrosos de los Zetas?" Le aclaré: "pues he oído de ellos, pero no tengo relación con esa gente, de lejitos es mejor".
"Ahora resulta que no los conoces, está bien. Te invito a trabajar conmigo, acá con el golfito, vas a ganar mucho dinero", aseguró. En mi ignorancia le pregunté:
"¿Dónde queda eso? ¿Tú con quién trabajas o qué?" "Con el cártel del Golfo", contestó. ¡Ah su máquina!, salgo de una y caigo en la otra, reflexioné. "Gracias, pero prefiero trabajar aquí", dije.
"O sea que te gusta estar soportando borrachos que te dicen pendejada y media, ¿prefieres tener que revolcarte con desconocidos hediondos?", preguntó. "Yo me revuelco con quien yo quiero", contesté molesta y ofendida. "Te hablan como si no valieras nada. Bueno, ya me voy", dijo, "te dejo mi número de teléfono; dame el tuyo". "No doy mi número", le corté la onda. "Me lo vas a dar, ¿sí o no?" Mejor se lo di porque parecía que iba a golpearme. Pasaron dos semanas y recibí un mensaje que decía: "¿Siempre sí prefieres trabajar conmigo o prefieres estar con los mugrosos de los Zetas?" Contesté: "no voy a trabajar, por favor no me moleste".
"Mamá, si regresa no le digas dónde estoy ni nada de la niña, di que te abandoné porque están involucrándome con el cártel de los Zetas y ese señor es del cártel del Golfo, ahorita con esto va a pensar que sí trabajo con los Zetas y es capaz de querer vengarse", le dije muy asustada. Porque en esto hay dos salidas: la cárcel o la muerte. Puedes escaparte de la ciudad, pero eso no resuelve el problema, te pegarán donde más te duele: en la familia. Los van a levantar y desaparecer.
Se espantó tanto mi mamá que se fue a vivir a la casa de mi abuela los dos meses que estuve en el arraigo. Con eso terminé de comprobar que las cosas te llegan solitas aunque no las busques, te pegan aunque te quites. Uno nunca sabe de quién huir, si de la delincuencia o de los militares.
CERESO
Terminó el arraigo y nos llevaron en autobús al aeropuerto del DF. Los policías dijeron que íbamos para la cárcel de Nayarit, ¿pero cuál? Apenas cruzamos las rejas aquí del CERESO y nos dijo la oficial que estábamos en Baja California; sentí que me desmayaba. Si mi familia no tuvo dinero para visitarme en el arraigo que estaba más cerquitas, menos hasta acá. Desde el día en que me fui de aventón a Reynosa, hace cuatro años, no los he vuelto a ver; solamente hablo por teléfono con ellos.
La cárcel era lo peor para mí. Estaba segura de que me golpearían para que les lavara la ropa o que me cobrarían piso por tener donde dormir; así como sale en la televisión, pero nada de eso. Durante mis primeros cuatro meses a las oficiales les hablaba con miedo, les decía afis, porque así les decíamos en el arraigo, pero me dijeron que nos las llamara así. Estoy inscrita en todo lo que puedo: en terapia de narcóticos anónimos, en macramé y en Reconstrucción Personal; un programa donde nos enseñan que valemos mucho como mujer, como madre. También estoy en la preparatoria, en libertad no había acabado la primaria. Trato de tomar las cosas de la mejor manera porque afecta bastante el encierro, más en los cumpleaños de mi hija; por eso ella es mi motorcito para salir adelante. El dolor lo he ido superando; ya puedo contar cómo me torturaron y a veces hasta me puedo reír. Nada gano mortificándome pensando que seré sentenciada a la pena máxima de más de 30 años. Brinque o me revuelque, no dejaré de estar presa. Allá, el de arriba, sabe por qué hace las cosas. Si tú estás en lo negativo, atraes lo negativo; hay que pensar positivo, pienso.
"Declaré", se supone, "que tenía tres meses trabajando con los Zetas; que ganaba siete mil pesos más cuatro mil de gastos quincenales; que me encargaba de ir al pueblo (San Fernando) a comprar víveres para darle de comer a los borregos o cabritos, como le dicen a los secuestrados; y que cuando iba por comida también checaba si había unidades de la Marina y las reportaba.
Tengo 23 años. Desde que llegué aumenté de peso cinco kilos, ahora peso 65. He aprendido a valorar desde un plato de comida hasta el aire que respiro. Durante varios meses el padre de mi hija envió dinero, después dejó de hacerlo. Hace dos años hablamos por teléfono, sabe que estoy presa. Lo último que supe de él es que quiere conocer a su hija. No ha ido para Veracruz porque renunció a la fábrica Panasonic en Tijuana, puso un taller de computadoras y no lo puede dejar.
JD
JORGE DAMIÁN MÉNDEZ LOZANO
Nov 24 2016, 6:00pm
"Pedía que se acabara todo, ya no podía más, estaban lastimándome mucho, no por los golpes sino porque no sé cuántos marinos me violaron".
Ilustración por Fernando Corona.
"Te relacionan con las narcofosas de San Fernando, Tamaulipas", le suelto a María, "más de 200 cadáveres", agrego. Ella fija la vista en la pintura amarilla que delimita la cancha de volibol sobre la que nos sentaron en un par de sillas. Que la vida se pudre apenas los ojos se cierran para estornudar o que por el contrario, se deteriora lentamente como las mazorcas de maíz, son hechos que le constan. Porque la senda que trajo a María a prisión se construyó poco a poco, pero también de un putazo. Uno solo.
"Mi vida en libertad valió madres cuando fui a trabajar a Tijuana, tenía 15 años; pero también se fue a la chingada cuando tenía 18 y agarré un aventón hasta Reynosa", confiesa con ternura. Parece una caja de zapatos cuando la abrimos y está vacía.
Estamos en el interior de un Centro de Reinserción Social de Baja California. María no tiene sentencia condenatoria, pero lleva cuatro años encarcelada. Flota en el limbo. Calcula una sentencia de 30 años por los delitos de secuestro y delincuencia organizada. Convencido de que detrás de la verdad siempre hay un chingo de verdades más, el testimonio de María tiene el objetivo de conocer los distintos acontecimientos que, a lo largo de su vida, la han sometido a una incesante metamorfosis que ha desembocado en su reclusión. Un día fue niña, ¿qué fue lo que pasó después?
MARÍA
Al igual que su familia, María, nació en el estado de Veracruz, en un municipio a tres horas de distancia de Tampico, Tamaulipas. Su papá se marchó de la casa cuando ella tenía cinco años, nunca lo volvió a mirar, aunque sabe que está vivo. Su mamá se dedica a limpiar casas. Tiene cuatro hermanos. El más grande cocina carne al carbón en un restaurante. Otro trabaja en Telmex como reparador de líneas de teléfono, mientras que su hermana es guardia de seguridad en Autobuses de Oriente. El hermano menor, por su parte, está entregado al Resistol 5000 y a los solventes.
Tenía 11 años cuando una tarde su mamá la quiso madrear con un garrote por negarse a trapear el baño de su casa. Se salvó corriendo. Trotó con tal ahínco que llegó a una plaza al extremo opuesto de la ciudad. Esa noche durmió en una banca como un gato sobre el capacete de un auto. En la madrugada la despertó un niño. El Tuti. "¿Por qué duermes aquí?", le preguntó. "Porque me pega mi mamá", contestó. Al tiempo, el Tuti y varios niños más, que también sobrevivían en la misma plaza, se convertirían en su familia. Robaban para comer, comprar mariguana y chemo. María estuvo en situación de calle hasta que volvió a su casa a punto de cumplir 15 años. En aquellos días empezaba a consumir piedra de cocaína con regularidad. Una vecina, cinco años mayor, le platicó que en Tijuana el trabajo de cuida-niños y personas adultas sobraba.
"Estoy yendo seguido, la paga es en dólares, vamos", propuso su vecina. María se emocionó y pidió permiso a su mamá. El distanciamiento entre ambas solamente pudo hornear una fría respuesta: "puedes ir, haz lo que quieras".
Partir a la frontera significó conocer al Chava y viajar con él y la vecina. Se fueron al Distrito Federal en auto y de ahí a Tijuana en avión. Voló por primera vez. Adentro de la aeronave la infinidad de suelas de zapato de la tripulación le recordaron sus viajes en transporte público en la ciudad de la cual no había salido jamás. A diferencia de lo dicho en un capítulo de Los Simpson, para María, Tijey no es el lugar más feliz del mundo, sino una especie de castigo eterno. Un báratro que marcó su vida para siempre.
LA MEMORIA ES UNA PISTA DE CIRCO CUBIERTA DE NEBLINA
Aterrizó el avión en Tijuana y me llevaron a una casa. Pasaron dos días, después seis y nomás decían que pronto cuidaría a los niños. Una noche llegó el Chava con otro señor. "Tenemos mercancía nueva para trabajar",escuché que le dijo. Quise hablar con mi mamá y no dejaron que lo hiciera. Intenté escapar y me fue como en feria; recibí una golpiza.
"¿Pa' qué te haces pendeja si ya sabes a lo que vienes? Cámbiate de ropa, te irás a trabajar", gritó el Chava y aventó a la cama una minifalda y una bolsita con pinturas. Fuimos a una calle entre la número Dos y la Cuatro de la zona Centro. Para que no escapara colocaron a pocos metros a dos señoras que también se prostituían; eran las amantes del Chava, con las dos vivía y tenía hijos. Así sería siempre. Cuando ellas no cuidaban, lo hacía un señor que se hacía menso en la banqueta de enfrente, pero vigilando que no escapara. En la mañana, el Chava pasaba por mí. En una habitación al fondo de la cuartería tenía que cambiar la ropa de trabajo por un pantalón y una sudadera; eran las únicas prendas que tenía que no eran de puta. Después regresaba al cuarto donde me encerraban; ahí dormía, me alimentaba y esperaba la noche para regresar de nuevo a la banqueta. Del dinero que ganaba nada era para mí. Así fue mi vida durante un año. Tanto era el miedo que no me animaba a pedir ayuda a la policía que pasaba frente a mí.
La primera vez que fui detenida en una redada tardé más en llegar a la comandancia que lo que el Chava tardó en aparecerse. Una de las señoras le avisó. Llegó diciendo que yo era su esposa y que todo era un mal entendido. Fue raro que los policías dejaran que me fuera. Tuve la intención de aclarar todo, pero estaba tan traumada que me callé. La segunda vez que quise escapar de nuevo hubo golpes, pero empezó a dejar que hablara con mi mamá; sólo podía decir que todo estaba bien.
Mi mamá recibía mil pesos al mes para que no sospechara; se supone que yo los mandaba. Un mañana, el Chava, entró a mi cuarto para usar el baño. Puso su celular sobre la estufa y aproveché para mandarle un mensaje pidiendo ayuda a un noviecillo que tenía en Veracruz. El Chava se dio cuenta y con la botas vaqueras que usaba me pateó en las costillas y las piernas. En la cara no recibí golpes.
"¿Qué edad tienes?", me preguntó un cliente que vio los moretones de la golpiza. "Tengo 19", contesté, pero no me creyó. Habían falsificado un acta de nacimiento y con esa había obtenido mi credencial en el IFE. "¿Por qué mientes? ¿Trabajas por tu voluntad?", siguió interrogando. Le expliqué que me gustaba lo que hacía. Insistió y ya no aguanté la mentira. En esos días había pensado en quitarme la vida; faltaban 15 días para navidad. Le platiqué que si escapaba podrían matarme o hacerle daño a mi familia. "Te voy a ayudar", dijo y lo juró con los dedos.
Salimos del cuarto. Hablé con una de las señoras que vigilaba. Expliqué que el cliente quería pasar la noche conmigo en un lugar más cómodo y limpio. Nos dejó ir a un hotel que estaba como a cien metros, el cliente tuvo que dejar una identificación y pagar mil pesos; normalmente cobraba 300.
"En cuanto pare un taxi te subes", me dijo el cliente mientras caminábamos. Las piernas me temblaban. Paró un taxi, nos subimos y escuché a la señora gritar. Llegamos hasta un hotel como a diez calles.
Con ese cliente viví cuatro meses en el fraccionamiento El Águila. No quise regresar inmediatamente a Veracruz por miedo a que el Chava buscara venganza.
Dos meses después de haberme juntado con el cliente quedé embarazada. Un día fui al crucero de la 5 y 10 a comprar unos dulcecitos enchilosos; tenía muchos antojos. Iba caminando cuando creí ver la camioneta del Chava, ¡y sí era! Nos vimos a los ojos y rápido bajé la cabeza. Volteé y vi que daba la vuelta. Apresuré el paso y empecé meterme entre la gente; otra vez huí en un taxi. Duré dos días sin asomarme por la ventana ni salir de la casa. No sabía si me había seguido.
Embarazada regresé a mi ciudad porque me dijo mi mamá que habían apuñalado a mi hermano menor 20 veces en un pleito callejero. Fue un error, se habían equivocado los de la morgue. Total que nació mi hija. Se cerraron las puertas, no sabía qué hacer. No había terminado la primaria, no conseguía trabajo ni tenía el apoyo de mi mamá. Típica historia: saliste embarazada, hazte responsable tú solita; una niña cuidando a otra niña. Entré a una tortillería, ganaba 500 pesos a la semana.
Agarraba dos taxis que hacían que gastara 200 pesos a la semana. Con los 300 que sobraban debía comprar leche, pañales, comida y pagar renta. A los tres meses, una sobrina de la dueña de la tortillería ofreció darme trabajo de mesera en el bar La Preferida, que ella administraba. Acepté porque tenía la identificación falsa de mayor de edad que me habían dado en Tijuana.
Solamente era mesera, pero si aceptaba cervezas, con eso ganaba una comisión. El primer día agarré mi buen dinero. Salí hasta las chanclas de ebria, pero lo primero que hice fue comprar leche y pañales para mi niña. Tenía 16 años. Ganaba mil, dos mil pesos diarios entre propinas y comisiones. A veces al cliente le caes bien y te pregunta por qué estás trabajando en un bar; le platicas tu historia y se conmueve.
"Ten este dinero para le compres algo a tu bebé o para que te compres algo tú", decía algún cliente.
Cuando comencé a trabajar en los bares, el narco no era tan descarado. Después eran frecuentes las peleas y los disparos. Fui testigo de cómo le volaron los sesos de un balazo a un cliente del bar por una discusión de futbol y como a otro lo mataron a patadas porque le quito la silla por error a otro. Cuando llegaba la policía anotaba pendejadas y la ambulancia recogía los cadáveres. Y ya. Todos quedaban tranquilos o resignados cuando sabían que los asesinos trabajaban para la delincuencia; por primera vez comencé escuché qué eran los Zetas.
La clientela ya no se paraba en los bares a tomar. Yo estaba ahí por el dinero, por traer bien vestidas a mis hijas y también porque soy ambiciosa. Pero ahora ganaba sueldo mínimo. Llegaba a mi casa con 200 pesos que no servían para nada. Comencé a irme a las cantinas de Tamiahua, un pueblito pequeño junto al mar del Golfo de México, a dos horas de mi casa; recibía comida y hospedaje gratis, vivía en las cantinas, como quien dice. Dos semanas iba y dos me quedaba en casa con mi hija.
Una de las veces que regresé a mi casa andaba comprando unas sandalias en una zapatería y me encontré a una de mis compañeras de La Preferida, comprando unas botas de tacón.
"En Reynosa están pagando bien, vengo de allá, traje mi buen dinero, si quieres vamos", le contesté que ok, que fuéramos. "No te vayas, está lejos Reynosa, aquí vemos cómo le hacemos pa' salir adelante; recuerda que tiene dos hijas que te esperan", dijo mi mamá. "15 días y regreso", contesté. Porque cuando me monto en mi caballo aunque sea blanco para mí es verde. "No te vayas, piensa en tus hijas", me insistió; bien dicen que las mamás siempre tienen la razón.
DENTRO DE UN AK-47 UNA BALA TIENE TU NOMBRE
El parte informativo de mi arresto es una película de acción. Que yo era la Güera, una pesada. Que andaba en una caravana de camionetas blindadas con un arsenal, que porque Golfo y Zetas se estaban disputando quién se quedaba en San Fernando y quién en Ciudad Victoria. Pero esas son mentiras, la verdad es otra. Ahí va: no le hice caso a mi mamá y me fui a Reynosa de aventón en un tráiler junto con la amiga que me había invitado. Estuvimos una semana y nos regresamos; no pude trabajar porque no llevaba credencial de elector; la que usaba en Tijuana no me gustaba porque tenía otro nombre. Regresamos de raite con un chofer de 60 y tantos años, muy amable. Nos invitó la comida y nos dio 600 pesos para el transporte; pero nos bajó en San Fernando, Tamaulipas. Ahí tomamos un autobús de la línea División de Oriente. A la salida del pueblo estaba un retén de la Marina Armada de México.
Nos bajaron a todos los pasajeros del autobús. Un marino nos pidió las identificaciones. "No la tengo, apenas cumplí 18 años y no he tramitado mi credencial del IFE", expliqué. Mi amiga sí traía identificación, pero el militar dijo que revisaría los datos de nosotras en la computadora y que luego nos podríamos ir.
De repente dejó subir a todos los pasajeros. "¡Oiga, se nos está yendo el autobús!", le dije al marino muy desesperada, casi gritando. Ahí comenzó la pesadilla. No creían que decía la verdad. Hicieron que le hablara a mi mamá por teléfono para corroborar; ella pidió que le dijeran dónde estábamos para llevar algún documento con mis datos; pobrecita, estaba muy desesperada.
"Sí señora, ahorita llega su hija", dijeron los marinos. Supe que ya no me dejarían ir. Le pedí a mi mamá que se cuidara mucho, porque tiene azúcar, diabetes; también le pedí que cuidara a mis hijas.
MARINELOS
Los marinos preguntan pero les vale madre tu respuesta. Ellos lo que quieren es que confieses lo que a ellos se les ocurra, y para eso torturan. Tienen todo un equipo.
Está el de inteligencia ―que es el que interroga―, el kaibil ―que es el especialista en aplicar tortura― y los marinelos ―que nomás hacen bulto, pero que también te dan golpes con las manos o patadas. Amenazaban con mandarme a Matamoros para que los Golfos me dieran piso, porque esa cárcel es de ellos. Nos vendaron los ojos y pusieron cinchos en las manos y en los pies. Primero se la llevaron a ella; regresó llorando; supe por qué hasta que fue mi turno. Pedía que se acabara todo, ya no podía más, estaban lastimándome mucho, no por los golpes sino porque no sé cuántos marinos me violaron.
Los tatuajes que tengo de la Santísima Muerte en las pantorrillas ayudaron a que pensaran que era de los Zeta. "¡Bien que tienes el sello de los Zetas, pero niegas trabajar con ellos, pinche mugrosa!", gritaban los marinos y al mismo tiempo, con el casco, golpeaban mi cabeza y hombros. Para ellos la Santa Muerte es el sello de los Zetas y el San Judas Tadeo, el del cártel del Golfo. Si te ven tatuajes te toman por delincuente. Yo conozco a la santísima desde niña. Los tatuajes me los hice tres meses después de tener a mi segunda hija, tenía 17 años.
Las torturas son variadas. Te ponen la bolsa en la cara y te asfixian; en tu nariz meten chile Tajín con agua mineral, o te ponen un trapo en el rostro y por la nariz te echan agua para que te ahogues. También me dieron toques eléctricos, pero no con una maquinita como las que usan en los bares como diversión. Ellos pelan un cable, lo enchufan y te lo ponen en distintas partes; se siente horrible.
PIEDRA DE COCA
Nunca fui de los Zetas, pero sí tenía relación con los tenderos ―los que venden droga en los puntos de venta―, con los comandantes ―máxima autoridad de una ciudad o región― y los halcones ―responsables de vigilar y reportar los patrullajes militares y policiales en las calles.
En libertad era muy adicta a la cocaína. "Véndeme o fíame", le pedía a los tenderos. Terminé agarrándoles cariño porque me fiaban y se portaban buena onda. Si estaba en el bar trabajando o andaba por las calles de la ciudad y miraba movimiento de militares les advertía con un mensaje: "no vengan para la zona de bares, andan en operativo los marinos. Los soldados van de bar en bar revisando a todos, hasta a las mujeres".
"Métanse al baño y desvístanse, las vamos a revisar", decían las mujeres militares. Mi mentalidad es que los marinos, si se les antoja, te matan y desaparecen. Y como digo, te acostumbras a ver a los tenderos como gente de familia que, aunque trabajen vendiendo droga, al otro día andan comprando ropa y zapatos para sus hijos o comida para la familia. Sé lo difícil que es no tener dinero ni para pagar la renta del cuarto donde vives, por eso les avisaba si veía militares en las calles.
"Vente a trabajar, vas a ganar bien", me invitaban algunos amigos Zetas. Querían que anduviera de halcona o que estuviera en una casa de seguridad cuidando personas. Decía que no, que prefería, con el perdón de la palabra, andar de puta que en la delincuencia; de puta yo sé cuánto gano, a quién soporto y a quién no; no me gusta que me manden o cuestionen. Recuerdo y siento coraje. Si ando de delincuente y me agarran los soldados van a hacerme hasta lo que no, pensaba.
¡Puta madre!, de todos modos terminaron torturándome por todo lo que me negué a hacer. A veces estoy en mi bunker y me estoy riendo sola como pendeja.
TABLEAR Y AMARRAR
Los que venden en los puntos ―tiendas de droga― pueden ser tableados por varias razones: que se droguen o emborrachen en horas de trabajo, que no obedezcan las órdenes que se les dictan y hagan otras, o que no vendan en el horario de trabajo cierto número de piezas de cocaína y/o mariguana; se les puede dar unas horas más para que alcancen a venderlas, pero si no, los tablean. También te pueden tablear por no halconear bien; a mi amiga con la que fui detenida, y que está presa en Nayarit, le reventaron el culo a tablazos por emborracharse, quedarse dormida y no halconear en su horario. Otro más, el Lalo, un amigo tendero, marcó un día a mi celular y dijo: "güey, ¿dónde estás?, hazme un paro, tráeme unas planas, alcohol y gasas; estoy en el motel El Secreto, cuarto 33".
Llegué al cuarto, toqué y abrió la puerta. Vi que estaba enredado en una toalla, sin camiseta y descalzo. "Güey, ¿estás con alguien o quieres pedo conmigo? Porque la neta no mames, somos amigos", le dije. "Estoy solo, ayúdame", rogó. Seguí sin entender para qué me había encargado el material de curación, hasta que caminó a la cama y vi con atención la parte de atrás de sus muslos.
"Agarré la borrachera ayer en la noche y no pude parar de meterme coca, consumí 25 piezas de las 100 que me dejaron, recibí diez tablazos", me dijo. "¡Ándele por pasado de lanza, pero bien que se anda metiendo las piezas de coca!", le contesté viéndole la carne de las nalgas color verde con negro. Sentí asco.
"Sin acá, no te quiero seducir, mejor hazme un paro, dame agua, las pastillas, ábreme las nalgas y cúrame, por favor", ¡me pidió que le abriera las nalgas, pobrecito!
Es que los tenderos no pueden drogarse ni tomar alcohol en horas de trabajo.
Aunque repongan de su bolsa lo que consumen, así hayan sido dos piezas, los chingan, los tablean. Pueden comprar de su propia droga, pero en día de descanso. Tienen que andar al cien por ciento mientras trabajan; por eso cae el Erre de sorpresa, para torcerlos haciendo cosas indebidas.
Te dan cinco tablazos y la carne se pone morada; si te siguen dando la piel se revienta. La tabla tiene hoyitos, chupa la carne, la rompe; la sangre se coagula y quiere salirse. Lalo iba al baño y sentarse era un tormento, así duró una semana, pero para que se le quitaran los coágulos duró como un mes. Al otro día ya estaba trabajando, porque si no, los amarran con soga, por no trabajar. Si los agarras de buenas te amarran de manos y pies una semana. Te pasean en la cajuela de la camioneta en pleno calorón y nomás te despegan la cinta adhesiva de la boca para darte agua con un popotito. ¿Por qué más te amarran? Por desobedecer órdenes.
Puedes orinarte o cagarte en tu ropa, pero no te desamarran para que te limpies hasta que cumplas con la sentencia. Si los agarras de malas te avientan en una casa un mes y nomás te llevan agua y un pedazo de pan para que no te mueras.
NOMBRE DE GUERRA
Le llamamos nombre de guerra al que usamos para trabajar en la prostitución. Se llama de esa manera porque es el que usamos para luchar y sobrevivir. El mío era Cristy. Tuve algunos novios. Por ejemplo, anduve de novia con un Erre de los Zetas. Un Erre se encarga de repartir la droga y checar que cada vendedor esté en su horario en los puntos de venta que están en toda la ciudad; hacen cuentas del dinero ganado, revisan cuántas bolsitas se vendieron, como si fuera corte de caja.
Un Erre conoce a todos los vendedores de droga de la ciudad y si sabe de alguien que vende por fuera de la organización, le dan un levantón y lo matan. Veracruz es de los Zetas y nomás como un diez por ciento es del Cártel del Golfo.
Al Erre lo conocí un fin de semana que agarré la parranda con tres amigas, en un río en Zacate Colorado, Veracruz. Andábamos baile y baile. A unos metros estaba él con sus amigos. Era muy aventada en cuestión de desmadre. Le aposté a mis amigas que me aventaba un clavado con ropa; no me creyeron, pero lo hice. Cuando salí del río vi que dos de mis amigas estaban muy acarameladas con unos tipos: cerveza en mano y toda la cosa.
"Aquel fulano quiere conocerte, le hablé de ti y ya sabe que no traes pareja", dijo mi amiga, la que llevaba el coche. "¡No manches", contesté, "te pasas de lanza!, ¿qué tal si quieren matarme o hacer algo y tú soltando la lenguota?" El fulano se acercó y empezamos a platicar. "¿A qué te dedicas?, ¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?", me interrogó. "¡Puta madre!, ¿eres investigador o qué?", le contesté y los dos reímos; "a ver, ¿tú a qué te dedicas?", pregunté. "Eres amiga del Lalo ¿no?, el que vende perico", dijo haciendo como que se metía una raya de coca, "pues yo soy su jefe, soy Erre". ¡En la madre! Se borró la sonrisa de mi boca, no supe bien qué era un Erre, pero sabía que era otro nivel. Convivía con halcones y tenderos, pero más arriba no. "No te espantes, no voy a hacerte daño, tu amiga me comentó que eres reloca", ¡pa'su máquina, sentí coraje, hablaba de más mi amiga! "¿Quieres una cerveza, un pase de coca?", preguntó. "Órale pues, nos chingamos el pase", le respondí.
Antes de que se fuera le di mi número de celular. Empezó una bonita amistad que luego se volvió una relación amorosa que terminó en nada. Cuestionaba mucho: "¿Dónde estás? ¿Con quién? ¿Qué vas a hacer?" Eso no va conmigo, no podía moverme libremente, sentía que era un león enjaulado. Aparte, las cosas estaban muy calientes con él. Una vez nos escondimos una semana en un hotel porque lo andaban buscando para matarlo unos policías federales. Y como yo andaba muy enganchada en la cocaína, y como con él no me costaba, pues andaba de cabrona en el mitote. Terminó pagando el dinero que debía y se salvó el pellejo.
En otra ocasión lo visité en uno de los puntos que abastecía de droga; tenía 15 minutos de haber llegado cuando recibió una llamada a su celular; colgó y muy desesperado dijo: "vete, van a chingarnos, van a caer los soldados". Lo peor es que ese día traía a mi hija porque había dicho que la quería conocer. Lo bueno es que siempre le avisaban de los operativos, pero de todos modos se hacía un desmadre.
Rompimos relaciones. ¿Qué tipo de vida a mí y mis hijas nos esperaba junto a alguien así? Un par de veces fue a visitarme al bar en donde trabajaba. "Ven", rogaba y chingaba, "vamos a hablar. Hay que volver a ser novios", pero le contestaba que mejor quedáramos como amigos. La última vez que lo miré quiso quebrarme una botella en la cabeza, pero no me dejé. Supe que lo había levantado el ejército y le habían puesto una calentada, pero lo habían soltado. Sigue trabajando de lo mismo.
SEXO, DROGAS Y ALCOHOL
Cuando la ciudad está llena de militares, federales o marinos, la gente de la compañía no sale a las calles y se queda en casas de seguridad. Mandan traer mujeres que ya las tienen ubicadas. "Tráeme a tal y tal mujer de tal bar", dicen los mandos. Una madrota se encarga de pasar por ellas. "Por órdenes del comandante fulano se vienen conmigo, agarren su ropa y acompáñenme; van a pagarles bien, nada les pasará, al rato regresan", decía la madrota, según ella, por las buenas.
Las primeras dos veces me negué a irme con ella. La tercera ya no fue la madrota quien quiso llevarme, sino uno de los sicarios. "Bueno, ¿qué te estás creyendo, te crees muy vergas o qué chingados pinche perra?", puso su pistola en mi cabeza.
"Tengo temor de ya no volver, de desaparecer", le contesté. "¡Vale madres, es una orden y la cumples!", me gritó. Te tratan como si fueran tus dueños, te obligan a hacer cosas que no quieres y las haces por miedo a que te maten. Se juntan a todas las mujeres y las llevan a la casa de seguridad. Hasta cierto punto puedes ver el camino, pero de determinado punto en adelante te echan una playera encima de la cabeza y te piden que cierres los ojos, que no voltees, ni tratas de mirar la ubicación del lugar; de repente estás adentro de una casa con un chingo de cabrones armados. "Si quieren que me quede varios días está bien, pero dejen avisarle a mi familia", les pedía. Daba el número de celular de mi mamá y ellos marcaban para asegurarse de a quién marcaba.
"Señora, ¿es usted la mamá de Cristy?, se la comunico. Mamá, voy a llegar en cinco días, cuida a las niñas, luego te platico", le explicaba. Tres veces fui a las casas de seguridad. Las fiestas duran tres, cinco días, hasta una semana. Mucho sexo, drogas y alcohol. Haces cosas de las que no quieres acordarte. Pero al menos te dejan avisar que estás viva y que volverás. Al final no son tan culeros; aunque supe de casos en donde las mujeres no volvían.
COMANDANTE GALO
"¿Cuánto cobras por irte conmigo?", me preguntó un señor muy malo, pero muy guapo. Llegó al bar y me sentó en su mesa. No sabía quién era, jamás hacía salidas, porque cuando trabajas en un bar nadie te respeta, eres mujer de la calle, no vales nada, te matan y a nadie le importa; siempre del bar a mi casa.
"Te voy pagar muy bien", insistió y puso bajo mi nariz una paca de billetes que sacó de la bolsa del pantalón. Finalmente va a pagarme, pero ¿y si quiere matarme?, pensaba. "No puedo salir, el patrón no lo permite", contestaba para que me dejara en paz. Andaba muy loco, a cada rato se levantaba al baño y volvía con los ojos cristalinos; se atascaba mucha coca. Con una servilleta le limpiaba la nariz. "¡No me limpies! ¿Qué no sabes quién soy?", gritaba encabronado. "No sé quién eres, ¿quién eres?", le preguntaba, pero se quedaba callado. De repente hablaba cariñoso y acariciaba mi brazo y después estaba jaloneándome. "Cálmate, contrólate", le pedía. "Te vas a ir conmigo ya", habló con fuerza y se paró a la barra a hablar con Javi, mi patrón.
No sé qué se dijeron, pero mi patrón hizo una seña de que fuera a la barra mientras el otro fue al baño a meterse más coca. "Qué más diera yo porque no te hubiera echado los ojos", empezó a decirme mi patrón, con tono de abuelo, "te recomiendo que te vayas con él y no lo contradigas; si dice que es rojo aunque tú sepas que es azul síguele el rollo; es muy sanguinario, es el comandante Galo de los Zetas".
Por temor, mi patrón, no le cobró mi salida del bar. "Diosito cuídame", me encomendé. Por mi cabeza pasaba mi mamá, mis hijas, mi hermana. Nos fuimos en una camioneta que manejaba como loco; dos estacas (guardaespaldas) iban en el asiento de atrás, llevaban cuernos de chivo y granadas de las que le dicen piñas.
Terminamos en un motel. No quiso sexo, sólo que estuviera tomando y drogándome con él. No más cocaína, ni alcohol, pensaba, pero ¿y si le digo que ya no quiero y enloquece?, imaginaba mil cosas.
Seguimos inhalando y tomando cerveza hasta la mañana; él se empezó a quedar dormido. "Acuéstate a mi lado", me abrazó muy fuerte y no pude zafarme como en cinco horas. Cuando se despertó quiso llevarme a mi casa, pero se dio cuenta que le tenía pavor y que no quería que supiera donde vivía. "¿Qué acaso te hice algo anoche?", preguntó, pero no contesté. Solamente pensé: ¡Nombre! ¿Qué tal si se quiere pasar de verga con mi familia? Propuso ir de compras al centro de la ciudad. Sin estacas, sin camioneta ni armas; se fue limpio, nomás se llevó su credencial de elector; agarramos un taxi. Me pagó cinco mil pesos por mis servicios y compró el mandado para mi mamá; zapatos, leche y pañales para mis niñas y hasta un celular para mí.
Dentro de todo tenía buenos sentimientos. Lo malo es que a huevo quería saber dónde vivía. Estaba resignada, ya íbamos en taxi a mi casa cuando, por obra de Dios, le hablaron diciendo que había una emergencia. "Tengo tu número, y tú el mío", había hecho que apuntara un número de los cuatro teléfonos que cargaba, "cuídate mucho, te voy a marcar", advirtió. No quiero el celular, aunque me conviene, pensaba, es mejor llevármela tranquila y seguirle la corriente.
Pasó un mes, creí que cambiándome de bar ya no le vería. De La Preferida, pasé a La Buena Vida. Una noche estaba comiendo unos Ruffles verdes cuando entró al bar y me vio. Las piernas comenzaron a temblarme, sentí un infarto; el celular que me compró para comunicarse ni lo había sacado de la caja ―mi mamá me recomendó que ni lo tocara― seguía con uno de 300 pesos del Oxxo. Va a matarme o mínimo una desgreñada, pensé. Tres veces mandó a que fuera a su mesa con una de las muchachas. A la tercera de no ir, una compañera me pasó el mensaje: "dice el comandante Galo que si no vas a su mesa viene por ti". Fui a su mesa. "¿Qué no te acuerdas de mí? Soy inolvidable", fue lo primero que escupió. Intenté hacerme pendeja como que no recordaba, pero no pude, a la vez me gustaba y daba terror.
Perfectamente recuerdo que iba vestido de tejana, cinturón, botines y una camisa vaquera negra con gallos de pelea bordados en las bolsas; se miraba alineado, muy guapo. Nuevamente no quise irme, pero terminé yéndome con él. Tuvimos sexo, nos metimos coca y tomamos whisky.
Cuatro meses después hubo un enfrentamiento entre los Zetas y el ejército; salvé el pellejo de milagro. Esa noche había quedado de recogerme en mi trabajo que estaba en el centro de la ciudad. Disque iba a pagarme mucho dinero y la chingada; ahora sí que era su juguetito, su diversión; para ellos las mujeres son eso. A las nueve estaba a dos calles del bar, iba casi llegando, cuando vi que donde están los cuatro semáforos, de un lado venía el ejército y del otro, Galo y tres camionetas más; se empezaron a dar con todo; les valió madres que hubiera gente que no tenía nada que ver; se chingaron a cuatro inocentes. Di en reversa para atrás y me escondí dando la vuelta a la esquina. Al otro día en el periódico leí: "Delincuentes y soldados se tirotean y se matan". En una de las fotos salió él hecho papilla. No le deseo la muerte a nadie, pero de cierta forma sentí tranquilidad. Porque cuando un hombre se obsesiona con una mujer es una tortura, nunca sabes a qué hora se le va a votar la canica.
SAN FERNANDO
Del cuartel militar de San Fernando nos llevaron con los ojos vendados a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SIEDO) en la Ciudad de México. Una voz de femenina gritaba: "¡Pinches mugrosos! ¡Pinches asesinos! ¿Cómo se atrevieron a matar a tanta gente inocente?" Como a las tres horas de haber llegado me retiraron la venda y supe que habían pasado cuatro días desde mi detención en el retén. El cuerpo me dolía como si lo hubieran masticado: el dedo medio del pie izquierdo lo tenía quebrado en dos partes, las costillas inflamadas, el tabique de la nariz hinchado y moretones en las piernas; aparte no escuchaba porque con la mano abierta golpearon mis orejas al mismo tiempo como si aplastaran una lata de aluminio. Llega un momento en el que ya no puedes, son demasiados los golpes; "mejor mátenme", pedía. Un marino se divertía poniéndome la pistola en la boca o le gustaba que agarrara con las dos manos el cañón de la metralleta y la colocara en mi frente.
En la SIEDO un ministerio público tomaba mi declaración cuando entró a la oficina un marinelo encapuchado. "Dame las hojas", le dijo al licenciado. "Vas a firmar aquí y aquí", me dijo señalando dos puntos en un par de hojas de papel. Las agarré, firmé y devolví. El marino las leyó, se quitó el casco y comenzó a golpearme la cabeza; el ministerio público se volteó para no ver. "¡Firma con tu nombre verdadero, pendeja!", había firmado con el nombre que tenía en la IFE que me habían dado en Tijuana.
"¿Y por qué voy a firmar si están en blanco?", contesté. "¡Ah no vas a firmar, hija de tu puta madre! Préstamela, ahorita la traigo", le informó al ministerio público.
Pasamos por un patio donde había tres filas como de 20 personas sentadas como cebollitas, uno detrás de otra, con plásticos en las manos y vendas en los ojos. Con ellos estaba sentada cuando la voz femenina nos gritaba: "¡Asesinos!" Todos eran hombres y nomás cinco mujeres: una estaba embarazada y se la llevaron a Tijuana, otra a Mexicali y a las demás a Nayarit; lo supe después. El marino me metió a un baño, me cacheteó y amenazó con hacerle a mi hija lo mismo que a los cuerpos de las fosas de San Fernando. Tanto era mi daño psicológico que me bloqueé y firmé las hojas en blanco.
De la SIEDO me llevaron al Centro de Arraigo. Tuve que usar un pants gris y una camiseta roja, el color que le dan a los arraigados por secuestro y delincuencia organizada. Fui notificada que estaría 40 días bajo arraigo. Habían pasado dos semanas después de mi detención y apenas podía usar el teléfono para hablar con mi familia. Hablé a mi casa. Cuando pensé que las cosas ya no podrían ser peores me dijo mi mamá por teléfono:
"Mija, vino a buscarte un hombre pelón, alto, de barba, dijo que se llama Óscar, preguntó dónde estabas y que si sí trabajarías con él. No supe que decirle; quedó que regresaría después", dijo mi mamá luego de platicarle dónde estaba y el por qué estaba detenida. ¡Puta madre! Ya sé quién fue a buscarme, comencé a recordar.
Días antes de mi detención había estado trabajando en Tamiahua, el pueblito cerca del mar. Estaba sentada en la barra cuando llegó un señor pelón, alto, de barba y mirada de maldito; sentí la vibra del demonio. Se sentó en una mesa y me habló.
"Tráeme un agua mineral, por favor, y una cerveza para ti", creo que andaba crudo. Me senté con él y comenzamos a platicar. "¿Cuánto tiempo tienes trabajando aquí?" Le contesté que mes y medio. "Y, ¿de dónde eres?" Le dije de Poza Rica. "¡Ah, eres de donde están los mugrosos! ¿O me vas a decir que no conoces a los pinches mugrosos de los Zetas?" Le aclaré: "pues he oído de ellos, pero no tengo relación con esa gente, de lejitos es mejor".
"Ahora resulta que no los conoces, está bien. Te invito a trabajar conmigo, acá con el golfito, vas a ganar mucho dinero", aseguró. En mi ignorancia le pregunté:
"¿Dónde queda eso? ¿Tú con quién trabajas o qué?" "Con el cártel del Golfo", contestó. ¡Ah su máquina!, salgo de una y caigo en la otra, reflexioné. "Gracias, pero prefiero trabajar aquí", dije.
"O sea que te gusta estar soportando borrachos que te dicen pendejada y media, ¿prefieres tener que revolcarte con desconocidos hediondos?", preguntó. "Yo me revuelco con quien yo quiero", contesté molesta y ofendida. "Te hablan como si no valieras nada. Bueno, ya me voy", dijo, "te dejo mi número de teléfono; dame el tuyo". "No doy mi número", le corté la onda. "Me lo vas a dar, ¿sí o no?" Mejor se lo di porque parecía que iba a golpearme. Pasaron dos semanas y recibí un mensaje que decía: "¿Siempre sí prefieres trabajar conmigo o prefieres estar con los mugrosos de los Zetas?" Contesté: "no voy a trabajar, por favor no me moleste".
"Mamá, si regresa no le digas dónde estoy ni nada de la niña, di que te abandoné porque están involucrándome con el cártel de los Zetas y ese señor es del cártel del Golfo, ahorita con esto va a pensar que sí trabajo con los Zetas y es capaz de querer vengarse", le dije muy asustada. Porque en esto hay dos salidas: la cárcel o la muerte. Puedes escaparte de la ciudad, pero eso no resuelve el problema, te pegarán donde más te duele: en la familia. Los van a levantar y desaparecer.
Se espantó tanto mi mamá que se fue a vivir a la casa de mi abuela los dos meses que estuve en el arraigo. Con eso terminé de comprobar que las cosas te llegan solitas aunque no las busques, te pegan aunque te quites. Uno nunca sabe de quién huir, si de la delincuencia o de los militares.
CERESO
Terminó el arraigo y nos llevaron en autobús al aeropuerto del DF. Los policías dijeron que íbamos para la cárcel de Nayarit, ¿pero cuál? Apenas cruzamos las rejas aquí del CERESO y nos dijo la oficial que estábamos en Baja California; sentí que me desmayaba. Si mi familia no tuvo dinero para visitarme en el arraigo que estaba más cerquitas, menos hasta acá. Desde el día en que me fui de aventón a Reynosa, hace cuatro años, no los he vuelto a ver; solamente hablo por teléfono con ellos.
La cárcel era lo peor para mí. Estaba segura de que me golpearían para que les lavara la ropa o que me cobrarían piso por tener donde dormir; así como sale en la televisión, pero nada de eso. Durante mis primeros cuatro meses a las oficiales les hablaba con miedo, les decía afis, porque así les decíamos en el arraigo, pero me dijeron que nos las llamara así. Estoy inscrita en todo lo que puedo: en terapia de narcóticos anónimos, en macramé y en Reconstrucción Personal; un programa donde nos enseñan que valemos mucho como mujer, como madre. También estoy en la preparatoria, en libertad no había acabado la primaria. Trato de tomar las cosas de la mejor manera porque afecta bastante el encierro, más en los cumpleaños de mi hija; por eso ella es mi motorcito para salir adelante. El dolor lo he ido superando; ya puedo contar cómo me torturaron y a veces hasta me puedo reír. Nada gano mortificándome pensando que seré sentenciada a la pena máxima de más de 30 años. Brinque o me revuelque, no dejaré de estar presa. Allá, el de arriba, sabe por qué hace las cosas. Si tú estás en lo negativo, atraes lo negativo; hay que pensar positivo, pienso.
Entre nosotras hemos hablado del suicidio. Una compañera de mi celda se cortó los brazos, pero nomás hubo sangre, no pasó de ahí. Cuando se recuperó, le dijimos: "si lo quieres hacer bien hazlo en la yugular". "Es que no sé dónde", nos dijo. "No te hagas pendeja, bien que sabes dónde", le contestamos. Si nos queremos suicidar se puede con un rastrillo que tenemos escondido, pero te castigan cuando intentas suicidarte, te mandan sola a una celda y te esposan, en lugar de mandarnos con el psicólogo.
"Declaré", se supone, "que tenía tres meses trabajando con los Zetas; que ganaba siete mil pesos más cuatro mil de gastos quincenales; que me encargaba de ir al pueblo (San Fernando) a comprar víveres para darle de comer a los borregos o cabritos, como le dicen a los secuestrados; y que cuando iba por comida también checaba si había unidades de la Marina y las reportaba.
Tengo 23 años. Desde que llegué aumenté de peso cinco kilos, ahora peso 65. He aprendido a valorar desde un plato de comida hasta el aire que respiro. Durante varios meses el padre de mi hija envió dinero, después dejó de hacerlo. Hace dos años hablamos por teléfono, sabe que estoy presa. Lo último que supe de él es que quiere conocer a su hija. No ha ido para Veracruz porque renunció a la fábrica Panasonic en Tijuana, puso un taller de computadoras y no lo puede dejar.
Cazador de Duendes- Cantidad de envíos : 632
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