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Policías de Edomex extorsionan y torturan a joven; “¿quieres que te meta un plomazo y te aviente a u
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Policías de Edomex extorsionan y torturan a joven; “¿quieres que te meta un plomazo y te aviente a u
6 julio, 2016
Emmanuel Gallardo
Policías de Edomex extorsionan y torturan a joven; “¿quieres que te meta un plomazo y te aviente a un barranco, verdad, pendejo?”
Por Emmanuel Gallardo C. @ManuGallardo77
El vientre inmenso de ocho meses de embarazo de Ana González le daba la candidez que toda mujer ostenta cuando es portadora de vida, pero eso no importó. Tampoco importó que la mujer de 26 años caminara con esfuerzo hasta el Renault Clío sin placas, ocupado por dos hombres que se identificaron como policías ministeriales de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PGJEM), quienes la extorsionaron la mañana del miércoles 24 de abril del 2014. Ana desayunaba con su suegra en una crepería del llamado “cuadro” de Santa Mónica, en Tlalnepantla, lugar copado de locales de comida rápida y antojitos, cuando dos llamadas a su teléfono celular de un número desconocido la inquietaron.
Al tercer timbrazo, Ana contestó.
Era su hermano Joe de 23 años. Había sido sorprendido poco después de bajar del camión de transporte público sobre la avenida Mario Colín. Dos policías vestidos de civil lo subieron a patadas y sin motivo alguno al Clío azul sin placas, frente a su trabajo; un call center de la empresa SYKES ubicado en Avenida Gustavo Baz número 2160 en el Fraccionamiento Industrial La Loma, en Tlalnepantla, Estado de México. Los policías lo obligaron a vaciar sus bolsillos, su mochila; a bajarse los pantalones hasta los tobillos y lo intimidaron con amenazas de levantar cargos por narcomenudeo al encontrarle una pipa vacía con residuos de marihuana.
Joe no sabía lo que estaba pasando. No traía drogas con él y se rehusó a hacer lo que pedían. En respuesta, una cachetada sorda y seca fue propinada por aquel policía obeso y moreno cuya placa colgaba por fuera de la camisa en una de esas cadenas metálicas con eslabones en forma de bolitas; les dicen perreras en el argot policíaco. Joe cayó sobre su costado izquierdo para después recibir un cachazo que le fisuró una de sus costillas. El Clío azul arrancó sobre la avenida Mario Colín y los policías ordenaron que se tirara en el piso del coche, entre los asientos delanteros y trasero. El muchacho sintió el cañón de una pistola como se clavaba en su sien izquierda, mientras los policías le decían que “ya se lo había cargado su puta madre”. Le ordenaron llamarle a un familiar para que le ayudara a salir del “pedote” en que se había metido.
El joven de pelo a rape y ropas holgadas jamás imaginó que la Ley Federal de Salud en su capítulo VII sobre delitos contra la salud en su modalidad de narcomenudeo, no contempla en ninguno de sus artículos que la posesión de una pipa con rastros de marihuana sea un delito. Es más, Joe González nunca pensó que la Ley Federal de Salud en su artículo 478, estipula que “no se ejercerá acción penal en contra de quien sea farmacodependiente o consumidor y posea alguno de los narcóticos señalados en la tabla”. (de Dosis Máximas de Consumo Personal Inmediato)”.
Ana y Joe con apenas un año en México y criados en Sedalia, Missouri, Estados Unidos, hablaron en inglés como lo han hecho desde siempre. Joe le alcanzó a avisar que los policías querían dinero para dejarlo ir y no pudo decir más. Le arrebataron el teléfono celular y colgaron. Ana, espantada, sintió una punzada aguda en el vientre que la dobló por un momento. En su desesperación marcó insistente al número de donde Joe le había hablado sin obtener respuesta.
Mientras tanto, dentro del Clío azul, Joe luchaba por mantenerse entero ante los puñetazos en la espalda y los golpes con la mano abierta en la cabeza. “¡Habla en español, pinche pocho! ¿Quieres que te meta un plomazo en una nalga y te aviente a un barranco, verdad, pendejo?” El cañón de la pistola ahora se hundía en la mejilla derecha al grado de sangrarle las encías.
Varios minutos después los policías volvieron a marcarle a Ana. Le ordenaron dejar de hablar en inglés y le exigieron el pago de cinco mil pesos para dejar ir a su hermano. Si no lo hacía, lo llevarían ante el ministerio público acusado, según ellos, de “narcotráfico”. La voz cortó la llamada.
Ana sintió que sus piernas perdían fuerza. Las 32 semanas de embarazo se le vinieron encima y una náusea súbita la empujó al baño. Tomó su tiempo, se deshizo de las lágrimas y salió de la crepería junto con su suegra. Caminaron al Sam´s Club que está a un costado de la Unidad Habitacional Tepetlacalco, sobre la lateral de periférico norte. La punzada en el vientre se hizo intermitente en el vientre de Ana, pero la angustia mezclada con rabia crecía a cada segundo al no saber nada de su hermano. “Es México, escuchas lo peor cuando llegas acá, pero no pensé que fuera así”, cuenta la mujer en medio de sus otros tres hijos.
El celular volvió a sonar. Era Joe que con un español quebrado y con marcado acento norteño le pedía a su hermana embarazada los cinco mil pesos que los policías le pedían para dejarlo libre. Otra vez le arrebataron el teléfono. El policía le dijo con parsimonia que de no entregar el dinero, su hermano terminaría “refundido” en el penal de Barrientos. Ana le explicó que no tenía esa cantidad, que lo único que tenía era para comprar pañales, biberones y demás cosas que necesitaba para recibir a su bebé; que tenía ocho meses de embarazo y otros tres hijos, que entendieran su situación…
Le colgaron.
Ana se mareó al grado de tener que sujetarse de su suegra. Sus redondos ojos negros seguían conteniendo lagrimeos. “No les iba dar el gusto de verme así”, dice con apenas un suspiro. La rabia se convirtió en ira y se disolvió en impotencia. Justo acababa de recoger 10 mil pesos en la unidad del IMSS por incapacidad debido a su embarazo y un par de supuestos policías ministeriales planeaban robarle la mitad de lo único que le quedaba para preparar la llegada de su cuarta hija.
El celular vibró dentro de la bolsa de mano. Su suegra le recomendó decir que ya había contactado un abogado y que le dijeran a dónde lo llevarían para llegar con apoyo legal, pero la voz del policía la invitó amablemente a que abandonara la loca idea de contactar un abogado porque le saldría más caro sacar a su hermano de la cárcel por un delito tan penado, y que mejor le juntara el dinero porque sin duda se veía que Joe “era un buen muchacho”.
Pero Ana no cedió. Le dijo al policía que lo único que tenía eran 500 pesos y que acababa de comprar despensa en el SAM´S Club de Santa Mónica. Explicó con su español igual de cortado que padecía de la presión y que por favor soltaran a su hermano. La extorsión se estaba negociando. De nuevo colgaron el teléfono, pero esta vez no tardaron mucho en marcar. El policía le dijo que ya la habían ido a buscar a su casa y que no aceptaba limosnas. Ana les dijo que no podía hacer más. Entre sollozos, les rogó que soltaran a Joe y que por favor tomaran los 500 pesos que tenía. La voz se silenció un momento.
“Échele ganas, señora. Esto no es para nosotros, es para su familiar. Además esto es muy grave, (la pipa vacía.) Su hermano puede enfrentar tiempo en prisión.”
Mientras negociaba la extorsión en los pasillos del Sam´s Club, Ana pasó por un espejo donde se vio reflejada con su enorme vientre, su bolsa de mano y su cabello negro amarrado en una cola de caballo. No podía permitir que le quitaran lo poco que tenía, pero tampoco podía dejar que se llevaran a su hermano. “Sabemos que hay muchas personas que están presas por delitos que no cometieron y mi familia no tiene dinero para pagar abogados”, cuenta Ana.
En una de las veces que los policías le colgaban el teléfono en su juego desesperante, la michoacana de 26 años que recién regresó a México siguiendo los pasos de su esposo deportado, recobró el aliento y con firmeza les dijo que lo llevaran a donde lo tuvieran que llevar, que conseguiría un abogado y que si tenía que pagar más de esos cinco mil pesos que intentaban robarle, lo haría, pero que ya le dijeran a qué estación de policía lo iban a remitir.
El par de extorsionadores presuntamente adscritos a la Procuraduría General de Justicia del Estado de México, ante la determinación de Ana, aceptaron los 500 pesos que ella estaba dispuesta a pagar por liberar a Joe. Le dijeron que se apurara a salir porque ya estaban afuera del estacionamiento del Sam´s Club.
Entre anaqueles de mercancía y una promotora de tarjetas de crédito, Ana le pidió a su suegra que la esperara dentro del supermercado y enfiló a la salida mientras sujetaba fuertemente el rollito hecho con el billete de 500 pesos. Su panza de ocho meses le alentaba el paso. Esta vez no pudo contener las lágrimas cuando cruzó la salida rumbo al estacionamiento, pero las secó rápido con una servilleta. No quería que sus extorsionadores la vieran débil.
Al verla salir le chiflaron y la llamaron con la mano. Su hermano estaba parado al lado de un tipo en sus treintas; obeso, moreno claro de barba de candado y con lentes. Una camisa durazno y un saco beige se veían ridículos bajo el sol de finales de abril. El cómplice permanecía en el asiento del conductor y jamás habló.
Ana los vio con desprecio. Había algo familiar en ese rostro rechoncho. “Aquí está su hermano, señora; cuídelo, se ve que es un buen muchacho y además no queremos que falte a trabajar.” Ana extendió la mano, le entregó el rollito sudado y ambos giraron sobre sus tobillos para entrar de nuevo al supermercado, el mismo que por 20 años les surtió su abultada despensa cuando vivían el sueño americano, ahora referente de su pesadilla en un México que no ha hecho nada por integrar socialmente a los más de 2.5 millones de mexicanos que han sido deportados desde que Barack Obama asumió la presidencia el 20 de enero del 2009. Muchos de ellos fueron llevados al país vecino desde que eran muy pequeños, como Ana y Joe González, quienes han vivido de golpe la realidad nefasta de un país sumido en la corrupción y la impunidad.
Una semana después y justamente en el día de pago, Ana pasó por Joe a su trabajo para que la acompañara a su última cita programada en la clínica 70 del Instituto Mexicano del Seguro Social. Su corazón dio un vuelco al ver que detrás de unas grúas estacionadas en la lateral de la avenida Mario Colín a no más de 300 metros del cruce con la Avenida Gustavo Baz, la pareja de policías extorsionadores tenían detenidos a dos amigos suyos que también trabajaban en el call center.
Al parecer quitarle mil pesos a cada uno de los jóvenes no fue suficiente. Los celulares de ambos muchachos también fueron robados por los policías. Hasta ahora, al menos ocho empleados de la empresa SYKES en sus diferentes campañas bilingües y en su mayoría deportados de los Estados Unidos, han sido víctimas de robos, humillaciones y extorsiones por parte de la misma pareja de policías cuya base se encuentra en la oficina de la Fiscalía Especializada de Secuestros, ubicada en Avenida Sor Juana Inés de la Cruz esquina Mario Colín en la colonia Industrial San Javier. La licenciada Marlin Arce de la O, Ministerio Público del tercer turno, dijo en entrevista que ella sólo lleva nueve meses en Tlalnepantla, que no sabe de ningún caso de esos y que lo mejor es denunciar, aunque ella misma acepté que existe un 98% de ineptitud judicial, es decir, que no pasará absolutamente nada, solo un inútil registro del hecho en una carpeta de investigación, como las que se apilan en su escritorio de agente del Ministerio Público.
Skorpio- Cantidad de envíos : 9873
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